viernes, 3 de octubre de 2014

Conductas




Hay películas con actores que trabajan de niños, y hay películas con niños. En las primeras, el mundo adulto le impone sus reglas a la infancia –que no es tal, sino un artificio–, y en las segundas se respeta la soberanía de la niñez como territorio de amores por demás intensos y muy singulares sinsabores. La cubana “Conducta” es una de esas películas con niños, un filme que la pega desde el título y no para de acertar hasta su último fotograma y –ya fundido a negro– en su diálogo final. Desde el vamos, decíamos, porque los adultos desean, promueven y pretenden ciertos y determinados comportamientos de la niñez en el aula, en la casa y en la calle. Pero cuando eso no sucede del modo previsto, es todo un régimen de conductas el que se viene en banda y deja al desnudo cuánto abandono cabe dentro de tantas reglas, pautas y cuadrículas. Y es entonces cuando emerge alguien que tiene un “miramiento” hacia el otro.

Ese otro es aquí un niño llamado Chala, que está a punto de ser enviado a una “escuela de conducta” por sus reiterados saltos a las normas aunque poco importa que tenga sobrados motivos para ello. Será su maestra Carmela quien le brindará el único cobijo que tiene: miramiento, ternura y buen trato (para usar los términos de Fernando Ulloa). Pero este amoroso miramiento –que le evita a Chala el estigma de ser derivado a una institución en buena medida correctiva– hace crujir los mecanismos del sistema educativo. De momento, la “encerrona trágica” de las instituciones se ha quedado sin su víctima sacrificial, y la película narra todo lo que acontece en el “mientras tanto” se decide qué pasa con el niño y con otras situaciones que se dan en el aula, y fuera de ella.

Ahí está el caso de Yeny, una alumna brillante que sin embargo no tiene una residencia que le habilite la vacante que ocupa en esta escuela habanera. Ella es “palestina”, es decir una migrante del Oriente de la Isla, y vive precariamente junto a su padre, que hace changas en el mercado y cada día gambetea, a veces con suerte “grela”, los controles de la policía. Es una niña resuelta y valiente, que ama el baile flamenco, y no hace caso a los lances, los piropos y las estocadas de Chala. Y esta es otra de las cumbres de la peli: las lejanías y los acercamientos entre Yeny y Chala son las de dos desvalidos que se encuentran y se reconocen en un recodo del camino. Toda su amistad tensa el relato bajo el sino de las verdaderas pasiones y de los amores genuinos.

También aquí la película de Ernesto Daranas se sale del molde. En casi todas las cintas de niños que se gustan hay un regalo, y en ese presente se cifran las esperanzas del enamorado/a. Pero pocas veces se percibe –como se refleja aquí– que esa entrega es algo así como una donación. Más que obsequio, más que agasajo, muchos más que ofrenda inclusive. Se trata de un acto absoluto de aceptación plena del ser del otro. Los desvalidos hacen esas cosas. Y se bancan la que venga. Son gestos que no se aprenden en una “escuela de conducta”. Tal vez lo hacen porque anhelan y necesitan la recíproca. Pero acaso lo hacen, y esta hipótesis me gusta mucho más, porque saben cuánta ternura, miramiento y buen trato necesitamos todos.

Carlos Semorile