jueves, 31 de julio de 2014

Pensamientos palestinos por Carlos Semorile


Las imágenes de una joven palestina rescatando libros de entre las ruinas que provocaron los bombardeos israelíes, es harto elocuente de una verdad sencilla: para ser quienes somos, necesitamos de nuestras palabras. Explicado a la inversa: para que este genocidio sea posible, los palestinos han sido despojados previamente de su condición humana, pues en los discursos de sus enemigos –ya hay varios testimonios al respecto- ellos no tienen derecho a existir. No se puede acordar con los palestinos porque son taimados y, por ende, su palabra no tiene ningún valor: dado que no son fiables, de sus bocas sólo salen mentiras y cuentos inverosímiles. Si dicen, por ejemplo, que las bombas arrasan colegios, templos y hospitales, en realidad es que –pese a estar advertidos- usan a sus propios niños como escudos humanos. Son culpables hasta de la improbable angustia que pudiera llegar a sentir un piloto israelí por la carga de muerte que se vio obligado a derramar sobre esas ciudades.

Hace tres semanas que a muchos, pero a muchísimos de nosotros nos vienen rondando este tipo de “pensamientos palestinos”: cómo se procesa que cuatro pibes que juegan a la pelota en una playa sean alcanzados por un misil lanzado desde un barco de guerra; cómo es volver al cementerio un día sí y otro también para dejar allí –mutilados, quemados, desarticulados- a quienes fueron parte de la propia vida; qué clase de intemperie es esa en la que todos los sitios son blancos de la metralla que llueve desde un cielo inclemente de sofisticación y furia. Peor aún: ¿qué atisbo de esperanza es posible cuando lo único cierto es la incesante persecución y el incesante exterminio? ¿Cuándo concluye la matanza, o sólo terminará cuando el último palestino abandone el último pueblo de Gaza? 

Mientras estas preguntas permanecen sin respuesta, una muchacha revuelve los escombros y rescata libros que fueron escritos en su propia lengua, en ese lenguaje que –según el Estado de Israel- los palestinos usan para disfrazar la verdad y desorientar a los incautos. Está resguardando papeles y escritos que ojalá atesoren pensamientos nacionales: relatos, tradiciones, poemas, credos, ideas y proyectos de un pueblo que aspira a tener una Nación digna de ese nombre. Esa joven sabe lo que hace: los nosocomios, las iglesias, las escuelas y todo lo demás, salvo las vidas perdidas, pueden volver a levantarse siempre que haya un pensamiento palestino que en sus propias palabras, y no en el idioma que el invasor usa para ultrajarlos, les diga quiénes son ellos y de qué son capaces.

    Vuelvo a mirar las fotos. No las de los niños masacrados, ni las de los sepelios múltiples, ni tampoco las de los hospitales arruinados. Y no porque crea, como dicen algunas “almas bellas”, que provoquen o infundan morbo: la Biblia tiene escenas igualmente espantosas y están ahí para que nos enteremos de los complejos vericuetos que tiene el ser humano. Observo nuevamente las únicas fotos que me ayudan a pensar en Palestina: la muchacha mira a la cámara, termina de acomodar los libros, y las palabras, los ideales y el pensamiento palestino vuelven a caminar sobre ese suelo sagrado.

viernes, 4 de julio de 2014

La peluquera belga



(Escribo este relato cuando aún faltan algunas horas para que la Argentina y Bélgica definan quién se va y quién sigue en el Mundial. Mientras eso sea una incógnita, me puedo permitir recordar sin rencor, pero también sin sorna, a la improvisada peluquera belga que hace muchos años conocí en Managua).


Nomás llegabas a la Nicaragua sandinista y ya necesitabas comenzar a adecuarte al “sistema”: no había un transporte especial que te llevara del aeropuerto a la ciudad, y me recuerdo haciendo ese trayecto semicolgado en un simple bondi de línea. Una vez arribado, resultaba difícil encontrar “el centro” de Managua, y es que entre el terremoto de 1972 y la guerra contra Somoza muchos edificios habían pasado a ser terrenos baldíos con, por ejemplo, un tanque inutilizado enseñorándose entre los escombros. Buscaba “el trocen” pero en realidad necesitaba un hotel, algo sencillito y acomodado a mis flacos bolsillos, pero el único que quedaba en pie era “El Intercontinental”, con precios ídem. Le debo haber provocado pena al conserje, con mi aspecto desarrapado y mis costillas flotantes, porque él mismo me recomendó que buscase el “Hotel Norma”. No quedaba lejos, tampoco cerca, pero era lo único que había sin más chances ni alternativas.

Resultó ser una pensión que administraba, justamente, doña Norma y su señor esposo, dos personas mayores que no eran precisamente la alegría de vivir. Sin embargo, la posada era el paraíso de los jóvenes -y a veces no tan jóvenes- extranjeros que llegaban a conocer por dentro la Revolución Sandinista. Tenía una disposición espacial que invitaba al encuentro de los ocasionales residentes, con un amplio patio que ocupaba buena parte del terreno –que incluía los baños y las duchas-, y con una gran galería techada que anticipaba los cuartos, obligadamente compartidos. En aquella galería, con sus hamacas colgantes y sus largos mesones, se hablaban todos los idiomas y también eran babélicas las comidas y las bebidas. Los desayunos estaban incluidos en el servicio, cafés muy negros y tortillas de maíz, y se extendían “ad infinitum” a medida que los aprovisionados gringos compartían sus mantecas de maní con la que untaban cualquier cosa que aparentase ser sólida.

Pero el fiestón “mais grande” lo armaron dos brasileros que se llamaban como uno solo: Joao y Gilberto. En medio de tantos contingentes que iban y venían hacia los cafetales en plan de brigadas solidarias, la historia de estos apolíticos muchachos gays desentonaba con rasgos de sainete. En realidad, amaban la cultura yanqui y, a golpes de enormes esfuerzos y sacrificios, habían salido de los andurriales más pobres de San Pablo con el sueño de establecerse y triunfar en Miami. Pero el destino, que a veces pega estas tremendas volteretas soviéticas, quiso que fuesen prolijamente afanados por milicos colombianos durante una requisa de rutina. Afano que no advirtieron hasta llegar a Venezuela, donde se pusieron a vender comidas regionales en el consulado brasilero para juntar centavo tras centavo y, algún día lejano, como en las películas que glorifican al “self made man”, comprarse sus pasajes a USA. En Caracas los conoció un “servicio” sandinista que se apiadó de ellos y los hizo llegar hasta Managua, y les ordenó esperar un nuevo contacto que los depositaría, de polizontes, en un barco que rumbeara hacia a los Unaited.

 O sea que, mientras los demás nos desplazábamos por Nicaragua y volvíamos a aterrizar en “El Norma” para reencontrarnos y proseguir nuestras interminables pláticas políticas, Joao y Gilberto estaban obligados a pasarse los días clavados en el hospedaje, a la espera del misterioso personaje del buque fantasma. Con una diferencia no menor. Joao era algo mayor y le ponía mucha onda pero, en cambio, Gilberto estaba muy fastidiado: él se había imaginado bajo las rutilantes luces de La Florida y estaba varado en una ciudad pobre, semi derruida y, muchas veces, sin suministro eléctrico.

Ha de ser por eso –para levantarle el ánimo a su compadre- que un día Joao nos prometió a todos (los suizos, mis hermanos irlandeses, los italianos Carlo y Roberto, los belgas, las francesas, la gringa piola que era visitada por el hermano de Omar Cabezas, una chilena, un uruguayo y este porteño) que armaría unas caipirinhas que nos volarían las cabezas. Con la escasez existente, pensé que deliraba. Pero Joao y Gilberto salieron de “rotation”, y volvieron con los limones tipo lima y, aún más asombroso, con un par de bolsas de azúcar blanca. Pidieron música (doña Norma accedió), se pusieron manos a la obra, y empezaron a circular los cócteles. En un par de horas de tomar un trago atrás de otro, ya podíamos bailar samba subidos a las hamacas y cantar en un dialecto bastante similar al portugués devenido en brasilero. Pese a las alevosas resacas, fue un éxito rotundo que acrecentó la ya importante camaradería internacional.

Lamentamos, pues, que algunos se fueran yendo (como los irlandeses, llevándose operada a la entrañable Mary O´Grady Walsh, pero esa es otra historia), mientras otros permanecían, y otros volvimos a viajar. Y, al regresar a la hostería, nos enteramos que Gilberto se había puesto de novio con un vecino que atendía un “paladar” de la esquina, y ahora todo “lo nica” le parecía maravilloso, sublime, excelso. Pero no todas eran rosas: el hombre del navío ya les había pasado las coordenadas y la cuenta regresiva hacía más tristes y a la vez más dulces las horas del amor. El sabio Joao lo miraba gozar y sufrir, mientras preparaba sus consuelos para las previsibles “saudades” de Gilberto.

Por el contrario, otros y otras, como los suizos y los belgas, andaban pidiendo la escupidera: el gusto por el exotismo había dado paso al hartazgo, pese a que muchas veces les habíamos advertido que no confundiesen la idiosincrasia latina de los nicas con síntomas revolucionarios. Pero, bueno, ellos extrañaban sus chocolates, los horarios cumplidos, y me animaría a decir que al “sistema” en general. Mi vuelo de regreso coincidía con el de ellos, y nos despedimos de “El Norma” con una cortada de pelo para los viajeros varones a cargo de una de las muchachas belgas. Mary Fins no era peluquera ni nada parecido: sólo pretendió serlo una amistosa tarde tropical, lejos de su Bruselas natal, y algunos osados le seguimos la corriente.  

A la mañana siguiente, los dos “pelados” rioplatenses le devolvimos el favor. Íbamos en el ómnibus que nos llevaba del aeropuerto al centro de la ciudad de Guatemala, cuando la belga casi se mata por bajarse del micro en movimiento. Había visto un puesto callejero de golosinas y, viniendo de la carestía  nicaragüense, pensó que era el único en toda Guatemala y se tiró de palomita. Con lo justito, la atajamos con el yorugua, y en un francés espantoso le aseguramos que aquí iba a poder hartarse de chocolates y dulces. Nos entendió pero nos miró con odio y, lo que es peor, no nos creyó hasta que se lo confirmó una francesa, testigo de su posible deceso. La juzgué desagradecida. Y, desde aquel día, me hice a mí mismo el juramento de que nunca más dejo que me rape ninguna improvisada -y adicta- peluquera de Bruselas.

Carlos Semorile

martes, 1 de julio de 2014

El río divino de las hermosas canciones



Era apenas un niño, pero guardo algunos recuerdos “soberanos” de La Peña de los Parra. Para empezar, significaba incursionar en la noche larga de los vinos y las canciones, y allí percibir esa fraternidad espontánea que se daba de mesa en mesa, y también en los pasillos de la casona y también en las esperas porque estábamos en el Chile de la Unidad Popular y para cada cosa había que hacer una cola. Había una primera espera, para conseguir la mesa, y luego esperas sucesivas hasta que llegaban los platos criollos. Bien calientitos porque, a pesar de la mucha gente y los muchos ponchos, en el invierno santiaguino el frío se hacía sentir y mucho. Al menos hasta que los cantores terminaban de comer también ellos, y se subían a la humilde tarima que hacía las veces de escenario.

Era súper extraño eso de que “los artistas” estuvieran ahí nomás, cantando al lado de uno como simples mortales: Víctor Jara, Isabel y Ángel Parra y, al menos una noche, unos ignotos jóvenes cubanos llamados Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Y es que aquella peña era una cofradía en el más cabal sentido de la palabra. Una hermandad donde las caras sonaban conocidas porque, sencillamente, eran conocidas: ese muchacho de barba era todos los muchachos de barba, y esa muchacha a su lado era todas las pololas compañeras de todas las marchas y todos los actos. Y las canciones eran de todos, y se escuchaban con unción y se entonaban a voz en cuello, dependiendo de si era una de escuchar o una de cantar.

A mí me gustaba “Río Manzanares”: estaba creído que era un torrente chileno más ancho y bravo que el mismísimo Mapocho, y me dejaba en el alma una nostalgia anticipada que, siendo un cabro chico, se suponía que todavía no debía sentir. En plan de añoranzas y melancolías a destiempo, me emocionaba “Lo que yo más quiero”, que curiosamente también le canta a un río que “no se quiere detener”. Y cuanto más me acuerdo de aquellas bohemias tempranas, más pienso que lo que no se ha detenido es la fuerza de esas y otras canciones que, al final de la noche, nos íbamos cantando, abrazados y felices, por una callecita empedrada. Buscábamos la guaga del regreso, pero nos demoraban los antiguos adoquines, la mortecina luz de una farola colonial, la lozanía cómplice de aquella dicha preciosa, y el río divino de todas las hermosas canciones.

Carlos Semorile

"De estar ahí..."

Invitamos a nuestros lectores a visitar el blog amigo: "El Cedroniano". En especial la entrada publicada esta mañana que reproduce un texto de Miguel Praino, también conocido como "El Profesor" (violinista luego violista del Cuarteto Cedrón desde hace 50 años).

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