viernes, 27 de febrero de 2015

La mochila




 Uno de los objetos más lindos que existe es el libro. No importa cuál sea el libro, y casi en cualquier estado que el libro en cuestión se encuentre. Lo mismo se puede decir de las mochilas: más allá de sus estilos, todas son bellas porque no sólo invitan al viaje sino que, como los libros, ellas ya son el viaje. ¿Cómo no ver entonces el film de una viajera que elije cargar libros –con lo que pesan en su mochila? Pues no. Sucede que con los años le tomé idea a ciertas estrellas del universo hollywoodense, y me resulta intolerable esa idea de ver “películas de” tal o cual actriz o actor. Muchos de ellos tuvieron comienzos promisorios pero luego, por presiones del medio, terminaron siendo casi una marca registrada de algún segmento limitado del devenir humano. Las pelis de Nicolas Cage, por ejemplo, remiten siempre al mismo argumento, lo mismo que las de Diane Lane. ¿Para qué ver una más de Reese Whiterspoon?

Así anduve, renegando, hasta que pudo más la curiosidad y el amor por las mochilas y los libros. Fue un paso afortunado pues “Alma salvaje” es una película notable, y la Whiterspoon realmente deja la piel en su composición de Cheryl Strayed, una excursionista que decide recorrer un sendero que cruza California, Oregón y Washington (conocido como el Pacific Crest Trail). La mina, en rigor, no es una mochilera pero se manda sola a recorrer más de 1700 kilómetros luego de perder a su madre y separarse de su pareja. Durante poco más de tres meses, Cheryl se pierde en lo salvaje –“en mi pena”- hasta comprender que su vida es “como todas las vidas: misteriosas, irrevocables y sagradas”. Así expresado, puede sonar liviano, como si fuese una peli onda new age o algo peor. Nada más lejos: es un film poderoso porque, de modo impecable, muestra el lado vulnerable de una mujer muy curtida y muy sufrida.

Casi al inicio, en su primer acampada, Cheryl lee un poema de Adrienne Rich que habla de la científica Marie Curie: “Murió siendo una mujer famosa y negando sus heridas, negando que sus heridas tenían el mismo origen que su poder”. Más adelante, cuando por fin accede a un camping hecho y derecho, se cruza con un montañista retirado que le hace ver cuánto peso de más lleva en su tremebunda mochila. Entre las cosas que sobran, están las páginas ya recorridas de la muy gruesa y pesada guía de viaje. El “asesor” las arranca de un tirón pero, cuando se dispone a prescindir también de los libros de poemas (entre ellos, el de Adrienne Rich), Cheryl se interpone y los salva. En esa escena se resume buena parte de las vidas de quienes alguna vez hemos sido o serán viajeros: no se debe cargar nada adicional porque, como bien advertía Alfredo Zitarrosa, “son más largos los caminos pa´l que va carga´o de más”.

Pero tampoco se deben dejar afuera de la mochila las páginas que van a salvarnos en las horas críticas del viaje. O las hojas de un diario en las que vamos dejando asentados los paisajes que amaremos, la magia de los encuentros, y el hilo difuso de nuestros pensamientos. Acaso un día volvamos a hojear esos cuadernos, a esa caligrafía que reconocemos a medias, igual que nos parece extraño el narrador y lo narrado, sus incertezas, sus tropiezos, sus ligerezas y sus momentos de dureza para consigo mismo. ¿Fuimos esos? ¿Todos esos que están allí? ¿Y cuáles de  todos ellos seguimos siendo y cuáles ya son polvo en el camino? Por todo esto, y por muchas más cosas que cada quien descubrirá según su propia deriva, bienvenida sea “Alma salvaje” (en el original, simplemente “Wild”). Y muchas gracias Reese Whiterspoon por aquello de que “todas las vidas son misteriosas, irrevocables y sagradas”.

Carlos Semorile

Todas íbamos a ser Jo



 

Incluso la rockera, algo punk e irreverente Patti Smith reconoce en su biografía que “Mujercitas” fue uno de los libros que marcó su juventud cuando se hallaba en ese arduo camino adolescente de buscar la identidad propia. ¿Cómo es que una obra de esta índole se ha vuelto tan universal?  Es el tipo de literatura que pareciera exclusivamente dirigida a chicas románticas y soñadoras. No a muchachas rebeldes con inquietudes desobedientes. ¿Y por qué “Mujercitas”? Louisa May Alcott escribió muchos otras obras maravillosas, con su nombre y también con seudónimo. Es que “Mujercitas” tiene una diferencia, una particularidad con nombre y apellido: Jo March. 

¿Por qué Jo?¿Y las otras tres? Beth representa el personaje que nadie quiere ser: la persona débil, que no soportará los desafíos del mundo y por eso se presiente desde el principio que no hay posibilidad alguna que llegue al final de la historia. Meg debiera haber sido el ideal de mujer: bella, amable, es la que se casa por amor, la que sacrifica su tentación materialista por un señor Brooks, tímido, pobre, pero con un decoro insuperable. Amy, bueno, Amy era insoportable. Caprichosa, vanidosa. Demasiado concreta para ser un ídolo. También es la más pragmática y la que toma las mejores decisiones. Pero claro, tomar las buenas decisiones no es un tema que importe mucho a la edad que se lee esta novela y quizás por esa razón una no simpatiza especialmente con Amy.

Josephine March tiene un nombre muy femenino, pero un diminutivo masculino: Jo. Si uno no supiera de qué está hablando, creería que se trata de un vaquero. Jo es más moderna que sus hermanas. Está ajena a las frivolidades y no le interesa si tiene o no tiene un lindo vestido para ir a la fiesta. No quiere casarse. De hecho, ni siquiera quiere enamorarse. Quiere escribir. ¿Cómo no amarla? Por su carácter explosivo, se pierde uno de sus sueños: recorrer Europa. Y por no renunciar a sus anhelos de descubrimiento, resiste tonta y tenazmente a Laurie. ¿Cómo no sentir empatía con ella? Es la chiquilla torpe y sensible que la madurez transforma en una mujer tierna y loable cuyas humanas equivocaciones no dejan heridas irreparables.

Jo es el final feliz del cuento que todas esperábamos desde nuestra infancia cuando entonces la tragedia terminaba con la doncella rescatada por el príncipe. Con la salvedad que, en el fondo, siempre supimos que el príncipe era un personaje imaginario, como las hadas, como los duendes. Un hombre que no existe en un mundo que no existe, por lo tanto, vivir sin él tiene la misma importancia que saber de pronto que no hay Viejo Pascuero. Pero Jo sí era un sueño realizable.

Y hoy, a más de dos siglos de generaciones de lectoras, me pregunto ¿cuánto de Jo alcanzamos a ser finalmente? ¿Cuánto descubrimos? ¿Renunciamos? ¿Resistimos? ¿Cuán tenazmente? ¿Cuán tontamente? Los sacrificios, las penurias, la muerte, la desilusión, nos dejaron en un desaliento que no teníamos previsto en nuestra propia trama. No consideramos que resistir a los golpes podía dejar la sensibilidad rota. Y terminamos cometiendo casi todos los errores de Jo, pero ninguno de sus aciertos. 

¿Qué nos pasó? No fue falta de coraje. Tampoco de resiliencia. Pero hay cosas que comprendimos a la inversa. Como que muchas de nuestras luchas actuales, la soledad,  la ambición personal, también podían ser una forma de pasividad. Como que la dependencia y el apego no nos hacían más vulnerables. Y la solidaridad no era sólo ese sentimiento universal de amor impersonal a la humanidad como si fuera un ente: era algo que tenía que ver con la amabilidad diaria, con las atenciones pequeñas, pero cariñosas. La consideración al otro y la demostración de afecto al que está al lado, en el puesto de al lado, la mesa de al lado, la cama de al lado. 

Y nuestras vidas terminaron siendo como el revés de un tejido: una malla perfectamente lograda; pero cuyo dibujo resultó sin ningún sentido, porque nos faltó dar vuelta la prenda para poder apreciar el resultado final y la hermosura que ese trabajo, hilado con esos puntos que tan bien supimos contar, era capaz de revelar si tan solo se miraba al derecho. 

Valeria Matus