–A mí, lo que me revienta, dijo el sapo, son las aplanadoras.
Me
gusta ese dicho. Mucho. Lo encuentro acertado. No solamente, pero también,
cuando se habla de literatura. Desde que existe la televisión, pero
probablemente antes, ya con la radio, a los escritores no solamente se les pide
que escriban sino que, además, sean los comentaristas de sus obras. En
algunos casos, es bochornoso. He visto entrevistadores que parecían no saber
nada, absolutamente nada, del escritor que tenían enfrente. Incapaces hasta de
decir en qué año tal obra había sido publicada. Entrevistadores que le piden al
escritor que revele motivos y misterios. Como, si de alguna manera, la obra no
se bastara a sí misma. Como si fuera absolutamente necesario el comentario
aparte. Uno entiende que haya habido escritores que se dejaron tentar por la
doble vida. El seudónimo. La mayoría de las veces, eso tiene un tiempo. Corto.
Pero lo peor, lo peor de lo peor, no son los entrevistadores, son los
escritores. (Con matices. Con excepciones. Hay escritores que resultan cautivantes
cuando hablan de su trabajo y ese relato no parece un pobre apéndice sino una obra
que se suma a las otras). Lo peor, entonces, es el escritor que sometido a estas
presiones, o por razones que ahora no importa detallar, se cree obligado a hacer
revelaciones trascendentales. En particular sobre la misión y/o la función de
la literatura. Muchas
veces esto se traduce por una oración que comienza con: “La literatura ES…” Tal
o cual cosa. Yo no puedo creer que en un país que vio nacer y morir a Roberto
Arlt todavía haya alguien dispuesto a sostener semejante sentencia. ¿O no se ha
leído “La inutilidad de los libros”? La frasecita asesina. Certera. Esa que da,
sí, directo a la mandíbula. (Habría que dejar de repetirlo, pero gueno, no seré
yo).
No se ha dado usted cuenta todavía que si la gente
lee, es porque espera encontrar la verdad en los libros. Y lo más que puede
encontrarse en un libro es la verdad del
autor, no la verdad de todos los hombres.
“El
subrayado es nuestro”… Sigamos.
Como
es por todos conocido, es decir en este humilde blog, yo tengo devoción por
varios de esos escritores insoportables que, en ocasiones, escriben como si la verdad
les hubiera sido revelada. Pero tenemos, ellos y yo, una circunstancia
atenuante. Ellos vivieron en el siglo XIX. (De alguna manera, yo también). Hoy,
siglo XXI, sabemos otras cosas. Han sucedido cosas. Seguimos ignorando, esperando,
otras tantas. De ahí que me haya quedado prendada de una frase de Alejandro.
Alejandro
Cantarella, escritor. Sus libros son editados por La Musaranga. Están
disponibles en distintos lados, pero también en la más linda librería de Boedo.
No voy a entrar en detalles, pero charlando con Alejandro sobre uno de sus
libros (De mañana pajarito), me
surgió una duda, de la duda una pregunta, de la pregunta una divagación y así,
como paseando por el libro, los recuerdos, las maneras de hacer, Alejandro
comentó una escena, una escena que en la vida real no había sucedido
exactamente así como él la había contado. Y al repasar la secuencia, Alejandro
se refirió al motivo del cambio. Y fue tan bello lo que dijo, tan bello. Una
cosa tan simple. A la vez, tan certera, que bien podría haber figurado en una
de esas frases que, más que frases, son como mazazos y que empiezan con “La literatura
ES”. Alejandro habría podido decir que eso
era el fin de la literatura y yo hubiera dicho: estoy de acuerdo. Pero no lo dijo. Así que no tengo porqué estar de
acuerdo o no. Y no pienso transcribirlo tampoco, porque hacerlo, quizás, sería
traicionar. La no verdad de Alejandro. Su propia manera de hacer.
Cándida