Diego tendrá sus razones para
escribir como escribe. En chiquito. O no. No hace falta que Diego tenga
razones. Es más bien una deformación mía andar buscando razones o suponer que
cada cosa tiene una razón de ser. Es por la vieja escuela, claro, donde te
enseñan que hay una razón para casi todo y, luego, cuesta bastante entender
que no. O sea que lo más probable es que Diego no tenga sus razones para
escribir como escribe y que yo tampoco las tenga para escribir este escrito
pero quiero dejar constancia de algo. Sucedió que Diego escribió en mi cuaderno
de apuntes de tapas naranja (porque no había de tapas marrones, como me gusta a
mí), dos autores con sus respectivos títulos para que yo leyera. Lo escribió
con su letra que es chiquita, apretadita y de formas muy especiales que hacen
pensar en las escrituras antiguas. Aunque era la segunda vez que me hacía esa
recomendación cuando quise leer, me vi en aprietos. Hice lo que me parecía
natural. Me acerqué al papel. Logré leer una parte. Pero la otra seguía con su
misterio. Le pedí a Diego las aclaraciones del caso. Me las dio. El cuaderno
seguía abierto en mi mesa con el mensaje y, de pronto, de lejos, estando
ocupada en otras cosas, tareas hogareñas, que como dice Rosita, pueden ser muy
poéticas, desde una distancia no menor a uno o dos metros, logré leer la letra de Diego.
Se leía perfecto. Tan claro, se leía, que me pareció absurdo haber podido dudar.
No quiero exagerar la importancia del hallazgo (o a lo mejor sí) pero está
claro una vez más que la clave está en la distancia. La distancia justa. Entre
letras y ojos. Entre objetos y personas. Entre persona y persona.
Cándida