sábado, 29 de julio de 2017

La letra de Diego



Diego tendrá sus razones para escribir como escribe. En chiquito. O no. No hace falta que Diego tenga razones. Es más bien una deformación mía andar buscando razones o suponer que cada cosa tiene una razón de ser. Es por la vieja escuela, claro, donde te enseñan que hay una razón para casi todo y, luego, cuesta bastante entender que no. O sea que lo más probable es que Diego no tenga sus razones para escribir como escribe y que yo tampoco las tenga para escribir este escrito pero quiero dejar constancia de algo. Sucedió que Diego escribió en mi cuaderno de apuntes de tapas naranja (porque no había de tapas marrones, como me gusta a mí), dos autores con sus respectivos títulos para que yo leyera. Lo escribió con su letra que es chiquita, apretadita y de formas muy especiales que hacen pensar en las escrituras antiguas. Aunque era la segunda vez que me hacía esa recomendación cuando quise leer, me vi en aprietos. Hice lo que me parecía natural. Me acerqué al papel. Logré leer una parte. Pero la otra seguía con su misterio. Le pedí a Diego las aclaraciones del caso. Me las dio. El cuaderno seguía abierto en mi mesa con el mensaje y, de pronto, de lejos, estando ocupada en otras cosas, tareas hogareñas, que como dice Rosita, pueden ser muy poéticas, desde una distancia no menor a uno o dos metros, logré leer la letra de Diego. Se leía perfecto. Tan claro, se leía, que me pareció absurdo haber podido dudar. No quiero exagerar la importancia del hallazgo (o a lo mejor sí) pero está claro una vez más que la clave está en la distancia. La distancia justa. Entre letras y ojos. Entre objetos y personas. Entre persona y persona.

Cándida