Mantengo un vínculo de
creciente cariño con el niño de la imagen, pero no siempre fue así. Al
principio, creo que solo hubo perplejidad. Aunque hayas posado muchas horas, y
aunque muchas veces te hayan dicho que debías mantener la postura, cuesta creer
que ése sea finalmente tu retrato. En aquellos años, me llamaba y me llamaban
de muchas maneras (Carlitos María, Mamocho, Pató), y no sabía con cuál de todos
había dialogado la pintora.
Seguramente haya sido
“Carlitos María”, el más obediente y dócil de los tres. Y el más parecido a las
palabras que Mariette Lydis escribió al dorso del lienzo: “C'est Carlos, fils de Carlos María et de Brigitte”. Esa frase
resumía un orgullo de padres primerizos, pero en mi múltiple vida interior había
por lo menos otros dos que se habían quedado afuera de la escena y que veían
con desconfianza al “colgado”: demasiado “buen hijo”, escasamente rebelde, y
“ese” peinado!!!…
Por otra parte, es extraño
encontrarse con una versión de uno mismo que te observa desde un pasillo o
desde mitad de la sala. Además, a medida que iba pasando el tiempo, se me iban
borrando los pocos recuerdos que tenía de Madame Lydis, y terminé confundiendo
su casa con el atelier de un pintor que vivía en un pasaje poco transitado, y
cuyo balcón miraba hacia las vías del tren.
Conservo cierto registro de
esa parte de la bohemia de mis padres que consistía en visitar galerías, y
elegir pinturas que luego formaban parte de nuestro paisaje cotidiano: una “Ana
Frank” de Bruzzone, unos pibes y un desnudo de Fontanet, un paisaje campesino
de De la Fuente y otro desnudo más, también de Mariette Lydis. Ese patrimonio,
seleccionado con esmero y cuidando la armonía del conjunto, fue -sin dudas-
laboriosamente adquirido.
Cuando mi padre murió y,
entre otras cosas fuleras, vinieron las vacas flacas, nos fuimos desprendiendo
de ellos en subastas que administraba un organismo oficial y del que, a gatas,
obteníamos una mínima parte de su precio real y casi ninguna de su valor
afectivo. Mi retrato quedó para el final, como si apostásemos a que un cambio
de la fortuna nos permitiese salvarlo. Cuando le llegó su hora, mi madre me
preguntó si no me afectaba desprenderme de él. Le dije que no y, así como ella,
también quise creer en mis palabras.
Junto con el “desapego”,
pensé entonces, llegaría también el alivio de ser una imagen anónima en un
salón desconocido. Con el paso de los años, recordé y olvidé el retrato del
mismo modo que iba olvidando y recordando tantas otras cosas. Tras la partida
de Brigi, aparecieron unas fotos que ella hizo tomar de aquellos cuadros para
ofrecerlos a los galeristas del Bajo. Ahí me vi
de nuevo, tímido y callado, y descubrí de dónde me viene el hábito de
ponerme la mano debajo de la pierna cuando me siento observado. Y pensé con
ternura en aquel niño, “fils de Carlos
María et de Brigitte”, y en el inadvertido amor de aquellas horas en su
compañía y en la de la pintora de dulce trazo. Se los cuento porque he dejado
el anonimato, y para que me avisen si llegan a verlo.
Carlos Semorile