Me encontraba en
CM2 (equivalente a 5º básico en la primaria) y asistía a la escuela comunal en
una localidad ubicada en la campiña de la región de la Loire, en el centro sur
de Francia. Todos los días, pasaba un bus que recorría el sector recogiendo a los
niños de ida y de regreso hasta su casa. Como ocurre en las zonas rurales,
estábamos en un curso con formación multinivel. Compartíamos el aula con el CM1
(4º básico) y nuestro profesor, Monsieur Gounon, era también el Director. En el
primer piso de la casona en la cual funcionaba el colegio, estaban las salas de
clases y, en el segundo, vivía él con su familia.
Para Navidad, se
organizaba una entrega de regalos. Yo venía de pasar un año en Chile y me había
incorporado a mediados de noviembre. En mi cabeza, pragmática desde pequeña por
lo visto, se me ocurrió que no iría a tener ningún obsequio porque seguramente
ya estaban todos comprados y, como yo era nueva, no podría haber sido
considerada. Pero me pareció eso tan indiscutible que no me resultó un problema
y para la fiesta de la celebración me instalé muy tranquila a observar la
alegría de los demás chicos que revisaba cada presente, buscando una etiqueta con su nombre. De pronto, quedó alrededor
del árbol sólo un objeto envuelto - claramente un libro- por ahí perdido y Monsieur Gounon se acercó a
mí señalándolo: “Valeria, le cadeau là,
c´est pour toi”.
A mediados de
año me preguntó si mi padre daría al curso una charla sobre Chile. Como él también
era profesor, accedió sin inconveniente. Cuando se confirmó la fecha de la exposición, la jornada previa cada alumno tuvo como tarea
preparar al menos una pregunta sobre el país del cual se iba a hablar. Lamento
hoy no recordarlas mejor. Me acuerdo vagamente de alguna sobre cómo era la gente,
las comidas, si habría tal vez algún instrumento musical típico. Una chica
preguntó cuál era la situación política que vivíamos. En ese momento, encontré
algo extraño asistir a una presentación en la cual yo, mi familia, mi historia,
fuimos los protagonistas de una actividad que tomó toda la tarde y generó mucha
curiosidad. Ahora pienso que fue un gesto inteligente y noble: el Director vio
mi presencia ahí como una oportunidad, única en su trayectoria, de conocimiento,
intercambio y aprendizaje para los demás.
Monsieur Gounon
era severo. No necesitaba hablar fuerte
para que uno se asustara y sabía aplicar castigos. Pero también tenía sentido
del humor y solía lanzar algún “vraiment
mauvais” algo amenizado, aludiendo, por ejemplo, a cuánto color rojo le
habían hecho ocupar. Y asimismo, cuando sentenciaba un “bien” con su tono categórico, era toda una felicitación. Pasaba cada
materia con mucha precisión y se daba el tiempo de atender cada consulta, de
explicar una y otra vez. Puedo evocar algunos dictados o análisis gramaticales.
En ese grado aprendí cosas que nunca olvidé como los nombres de los huesos del
cuerpo humano y las figuras geométricas. Así como amonestaba y reprendía,
también alentaba y respondía. Siempre pausado (esa calma de los hombres sabios),
siempre con solicitud, en suma, con responsabilidad.
Había alcanzado
a estar bajo su tutela sólo entre noviembre y junio. Ni siquiera un año escolar
completo y me pregunto ahora cómo puede ser que un tan poco tiempo en un lugar
tan remoto, alguien puede generar un impacto tan grande. El periodo académico
siguiente, nos correspondía pasar a sexto grado e implicaba ir a un
establecimiento distinto, que quedaba un poco más lejos en el pueblo más
cercano. Ingresé con gran entusiasmo y confianza en mí misma a disfrutar cada
ramo, cada recreo. Con muchas esperanzas que se fueron desvaneciendo por
distintas experiencias que prosiguieron a esa época. Pero hasta hoy suelo
pensar en esa escuelita de campo como la aparición de un rayo de sol en una
mañana fría y nublada. Como si esa disposición a aprender, a descubrir, a
compartir, que ese hombre cercano a jubilar me ayudó a descubrir hubieran
quedado escondidas tras una adolescencia errática, pero resurgen con sólo
rememorarlo.
Valeria Matus