jueves, 29 de junio de 2017

La inocencia



Twin Peaks fue una de las primeras seriales que cautivó al público con intensidad. A mis 18 años, yo fui una de las tantas fanáticas. Sólo tenía al respecto un serio inconveniente: cuando aparecía el asesino, sentía miedo. Pero era un pavor tan incontrolable que no me atrevía atravesar el pasillo para regresar a mi pieza (el televisor estaba en la habitación de mi madre). A la primera, se me ocurrió entonces quedarme a dormir con ella. Y así, se hizo costumbre que cada viernes por la noche yo aparecía en su puerta, en pijama, guatero en mano, y ante su mirada atónita que admitía que no le quedaba más alternativa, yo anunciaba muy decidida: “vengo a ver Twin Peaks.”
 
Asustarse con una película no es un fenómeno distinto a reír o llorar. Y fríamente visto, es igual de insensato, pues ni siquiera la avanzada tecnología ha logrado que un personaje salga de la pantalla para hacernos daño, aunque a alguien ya se le haya ocurrido esa figura para una película de terror. Sin embargo, estamos dispuestos a entregarnos a todo tipo de sentimientos gratos e ingratos cuando nos involucramos en una historia ficticia. 

Mi padre tenía su propia teoría sobre El Quijote. Sostenía que no era un chiflado ni sufría alucinaciones. Era un hombre que simplemente se aburrió de su realidad y un día decidió vivir un mundo más divertido hecho a su antojo. Sabía perfectamente que los molinos no eran seres gigantes, pero decidió creer que lo eran. Lo mismo hacemos cuando en una narración lloramos una muerte o celebramos una boda. Resolvemos, con toda nuestra lucidez, cruzar a otras dimensiones. 

En una brillante entrevista al Diario El Mundo, la actriz Charlotte Rampling explica: “Necesitamos historias porque tenemos que comprendernos a nosotros mismos y al resto de la gente que nos rodea. Para esto sirve el arte.” Me pregunto si hoy en día algún adolescente recurriría a la protección materna ante un fenómeno irreal. Porque hacerlo precisa reconocer un grado de vulnerabilidad que hoy nadie quisiera demostrar. Y para admitirse frágil, se requiere cierta inocencia. Sólo en ella aceptamos que no todo está resuelto, que no todo está bajo control, que pueden afectarnos conmociones insospechadas. Que nuestra esencia necesita aceptarse, vincularse. Que necesita a los demás y adquiere sentido junto a los demás. Y si los demás no están, valen, en su defecto, los molinos.

Valeria Matus