martes, 20 de junio de 2017

Me olvido



Me olvido, cada vez que me voy, que volver es también volver a encontrarse con los textos de Carlos Semorile. Esas misivas diarias que varios recibimos, que no tienen un único destinatario, ni un solo tono, ni un solo propósito. Las escrituras de Carlos son múltiples y casi se podría decir que hay más de un escritor ahí, en ese nombre, en esa pluma. Hay un tipo de escrito de Carlos que me llega muy especialmente. Pero no atribuyo a esto nada demasiado personal. Es algo que se ha ido dando en este blog y que hace que de pronto podemos sostener un diálogo de a dos, de a tres, de a cuatro, por un tiempo prolongado. Y esos diálogos, como si fueran caminos de agua, corrientes sí, de pronto se ven interrumpidos y de la nada resurgen. Así el tema de las cartas entre nosotros. Entre todos nosotros. En esos curriculums (ridiculums), en esas biografías que hemos ido reflexionando en los últimos tiempos, habría que poder decir que somos seres de cartas. De letras. Por escrito. Con lo que eso implica de esperanza. Escribir (una carta) suele querer decir: esperar una respuesta. Pero no siempre. No siempre. Existe un tipo de escrito (aun hoy) que no espera respuesta o más bien que no pide respuesta… pero, ¿cómo no esperarla? El último escrito de Carlos, quiero decir el más reciente, donde se nombra esa correspondencia perdida (¿resguardada?) de sus padres, me hizo recordar una anécdota. De tan pequeña que es casi no califica para anécdota, pero igual, me dan ganas de contarla. Resulta que yo tuve hace mucho un amigo. Lo sigo teniendo. Pero me gusta decirlo así. Yo tuvo hace mucho un amigo. Y con ese amigo, hace mucho, supe intercambiar palabras. Palabras iban. Palabras venían. Algunas pedían contestación inmediata. Otras no. Algunas daban mucho que pensar. Otras no. Recuerdo que un día escribí un texto largo que le destiné y que mandé “sin esperar respuesta”. Debe haber sido por eso que no la tuve. No reparé del todo en ese hecho. No era grave. Nada del otro mundo. Siguieron pasando los días. Siguieron los correos. No hubo recriminaciones. “Oye tú, muchacho, cómo es eso que no respondes mis cartas” (el tono es influencia de mi último viaje). Nada de nada. El diálogo prosiguió, digamos, con algún silencio de por medio. Hasta que meses después, teniendo al amigo en frente, y como al pasar, en una conversación, mencioné el hecho contado en esa carta. Y el amigo, entonces, hizo una acotación que dejó en evidencia que esa carta había sido leída. La conversación siguió su curso, siguió ligera, deslizándose por acá, por allá. Nadie retuvo las palabras. Nadie mencionó la carta sin respuesta. Existen tantas maneras de decirse las cosas... A veces por escrito. Otras con tinta invisible dibujada en un silencio, en una sonrisa, en una mirada. En todos esos puentes tan bellos, tan frágiles, que construimos los seres humanos.

Antonia