jueves, 17 de agosto de 2017

Te doy mi palabra



Me gusta, de vez en cuando, detenerme en ciertas expresiones.  “Te doy mi palabra” es una de ellas. Se dice igual en castellano y en francés. A lo mejor, en muchas otras lenguas. Te doy mi palabra. O sea, me comprometo. La promesa es formal. El compromiso es rotundo. Tú puedes confiar en mí. Me resulta lindo que una expresión tan solemne (quizás demasiado solemne) use la palabra palabra. (¿Se entiende?). Porque podríamos haber dicho lo mismo de otro modo. ¿O no? ¿O será que no? ¿O será que, en última instancia, lo único que podemos dar es la palabra? Debe ser. Porque por mucho que te quiera o te respete o me importes, yo no podría darte una mano, ni un pie, ni un ojo, ¿acaso un bien si lo tuviera? ¿Qué tipo de bien podría ofrecerse que tuviera esa suerte de entereza que tiene la palabra palabra? (Sí, ya sé, suena raro, pero si uno lo dice en voz alta, no tanto. Hay que retomar la lectura en voz alta). 

Bien, esto es una introducción a una historia que quiere ser corta pero que quizás sale larga. Hace tiempo que sospecho que las historias se escriben solas, las historias lo llevan a uno de un lado para el otro, al ritmo que ellas quieren, de la forma que ellas quieren, y de principio a final uno intenta mantener la compostura y rara vez lo logra.  Este texto es un poquito egoísta. Lo confieso de entrada, tiene un destinatario principal. Una destinataria. Ella es Alejandra. Alejandra S.

Eso también hay que decirlo en voz alta. Alejandra S. Suena precioso. (Suena más precioso cuando se escribe el apellido completo pero no sé si a ella le gustaría que yo la escribiera con apellido completo, así que por las dudas no lo hago).  Tan lindo suena, que durante un tiempo tuve la idea de que Alejandra podía ser un personaje de libro (de alguna manera lo es). De lo que estamos seguros, yo en todo caso, es que Alejandra es autora de libros. En particular de uno. Un libro que años atrás –muchísimos años atrás– me dejó petrificada. En primer lugar porque en la tapa del libro estaba el rostro de un amigo. Digamos de una persona que, sin ser amigo, había sido un ser querido. Luego porque a ese ser querido yo le había dado mi palabra de que algún día escribiría un libro y que él estaría adentro. Pero ese libro, Alejandra lo escribió primero. “¿Y con qué derecho?”, habré pensado, ese día en que poco faltó para que, sin conocerla, no la quisiera más.

El ego, que también lo tengo, no era lo que estaba en juego, sino algo más doloroso. La idea de haber dado una palabra que no se podía cumplir.

Al poco andar, empezaron a pasar cosas muy curiosas. (Las presento resumidas y de la manera más pudorosa posible para no comprometer a los otros protagonistas). Resultó que Alejandra tenía un hermano, dos hermanos. Uno de ellos había sido compañero de curso mío en la escuela primaria. La hermanita, de varios años más joven, se llamaba A. (Yo también me llamo A.). Alejandra y yo habíamos frecuentado la misma escuela. Nos habíamos cruzado en el patio infinitas veces. Habremos tenido los mismos profesores. Y, eso lo supimos mucho después, nuestros padres eran amigos. Compañeros. 

Ya repuesta de mis emociones, un día me decidí a escribir un humilde artículo sobre el tema aquel. Y al tiempo, a pedido de una revista interesada en ese tema, me decidí a llamar a Alejandra por teléfono, para que armáramos un escrito juntas. Recuerdo bien ese día. Yo, en Buenos Aires. Ella en Santiago. Llamé a la peor hora. Me presenté con mi nombre. Mi nombre de antes, mi nombre de la infancia, que no es el que uso ahora. “Buenas noches, dije, espero no molestar. Habla fulanita de tal”. Y por esas cosas de la vida, Alejandra no dijo “¿quién?”. Sino que dijo “oh”. Y se comportó como si nos conociéramos desde siempre. Cosa que, en realidad, era cierta. 

A partir de ese momento, empezó un diálogo muchas veces interrumpido, pero constante. Nuestras hijas, por ese entonces recién nacidas, ahora son prácticamente adolescentes. En el medio terminé por entender (oh… mente bizarra) que un libro es un libro y otro libro es otro libro. Decidí escribir el mío y Alejandra me ayudó. 

En algún momento, siempre de manera epistolar –no nos hemos visto– y ya como dos viejas amigas, se lo dije clarito: “no pienso tocarte el timbre hasta que no termine este libro”. Y Alejandra me pidió que por favor no fuera tan absoluta. Pasa que alguna vez escuché que había que creerse los cuentos que uno inventa. Podría haberme parecido una estupidez pero no fue el caso. Me lo tomé en serio. Pasa también que años atrás, yo había dado mi palabra. Y como el destinatario ya no estaba, como Alejandra lo había conocido, como Alejandra le había dedicado un libro, en fin, vaya uno a saber qué tipo de superstición…

Te doy mi palabra, Alejandra, de que algún día nos vamos a encontrar.

Hace ya varios meses que terminé ese libro. En estos días nos ocupamos de su edición. Algunas noches me siento, como si fuera a trabajar, pero no hago nada. No escribo nada. No tengo porqué escribir. Ya escribí. Miro por la ventana. Veo el limonero. La pared amarilla. Naranja. Me imagino que llega el día. El libro está en la mesa. Viene Alejandra. La veo. Puedo abrazarla. Mirarle los ojitos. Luego nos sentamos juntas. Codo a codo. Como se sienta uno en la escuela. La misma escuela donde te enseñan las palabras que después uno da.

A.