Me gusta, de vez en cuando,
detenerme en ciertas expresiones. “Te
doy mi palabra” es una de ellas. Se dice igual en castellano y en francés. A lo
mejor, en muchas otras lenguas. Te doy mi palabra. O sea, me comprometo. La
promesa es formal. El compromiso es rotundo. Tú puedes confiar en mí. Me
resulta lindo que una expresión tan solemne (quizás demasiado solemne) use la
palabra palabra. (¿Se entiende?). Porque podríamos haber dicho lo mismo de otro
modo. ¿O no? ¿O será que no? ¿O será que, en última instancia, lo único que podemos dar es la palabra?
Debe ser. Porque por mucho que te quiera o te respete o me importes, yo no
podría darte una mano, ni un pie, ni un ojo, ¿acaso un bien si lo tuviera? ¿Qué
tipo de bien podría ofrecerse que tuviera esa suerte de entereza que tiene la
palabra palabra? (Sí, ya sé, suena raro, pero si uno lo dice en voz alta, no
tanto. Hay que retomar la lectura en voz
alta).
Bien, esto es una introducción a
una historia que quiere ser corta pero que quizás sale larga. Hace tiempo que
sospecho que las historias se escriben solas, las historias lo llevan a uno de
un lado para el otro, al ritmo que ellas quieren, de la forma que ellas
quieren, y de principio a final uno intenta mantener la compostura y rara vez
lo logra. Este texto es un poquito
egoísta. Lo confieso de entrada, tiene un destinatario principal. Una
destinataria. Ella es Alejandra. Alejandra S.
Eso también hay que decirlo en
voz alta. Alejandra S. Suena precioso.
(Suena más precioso cuando se escribe el apellido completo pero no sé si a ella
le gustaría que yo la escribiera con apellido completo, así que por las dudas no
lo hago). Tan lindo suena, que durante un
tiempo tuve la idea de que Alejandra podía ser un personaje de libro (de alguna
manera lo es). De lo que estamos seguros, yo en todo caso, es que Alejandra es
autora de libros. En particular de uno. Un libro que años atrás –muchísimos
años atrás– me dejó petrificada. En primer lugar porque en la tapa del libro
estaba el rostro de un amigo. Digamos de una persona que, sin ser amigo, había
sido un ser querido. Luego porque a ese ser querido yo le había dado mi palabra de que algún día escribiría
un libro y que él estaría adentro. Pero ese libro, Alejandra lo escribió
primero. “¿Y con qué derecho?”, habré pensado, ese día en que poco faltó para
que, sin conocerla, no la quisiera más.
El ego, que también lo tengo, no
era lo que estaba en juego, sino algo más doloroso. La idea de haber dado una
palabra que no se podía cumplir.
Al poco andar, empezaron a pasar
cosas muy curiosas. (Las presento resumidas y de la manera más pudorosa posible
para no comprometer a los otros protagonistas). Resultó que Alejandra tenía un
hermano, dos hermanos. Uno de ellos había sido compañero de curso mío en la
escuela primaria. La hermanita, de varios años más joven, se llamaba A. (Yo
también me llamo A.). Alejandra y yo habíamos frecuentado la misma escuela. Nos
habíamos cruzado en el patio infinitas veces. Habremos tenido los mismos
profesores. Y, eso lo supimos mucho después, nuestros padres eran amigos.
Compañeros.
Ya repuesta de mis emociones, un
día me decidí a escribir un humilde artículo sobre el tema aquel. Y al tiempo, a pedido de una revista interesada en ese tema,
me decidí a llamar a Alejandra por teléfono, para que armáramos un escrito
juntas. Recuerdo bien ese día. Yo, en Buenos Aires. Ella en Santiago. Llamé a
la peor hora. Me presenté con mi nombre. Mi nombre de antes, mi nombre de la
infancia, que no es el que uso ahora. “Buenas noches, dije, espero no molestar.
Habla fulanita de tal”. Y por esas cosas de la vida, Alejandra no dijo
“¿quién?”. Sino que dijo “oh”. Y se comportó como si nos conociéramos desde
siempre. Cosa que, en realidad, era cierta.
A partir de ese momento, empezó
un diálogo muchas veces interrumpido, pero constante. Nuestras hijas, por ese
entonces recién nacidas, ahora son prácticamente adolescentes. En el medio
terminé por entender (oh… mente bizarra) que un libro es un libro y otro libro
es otro libro. Decidí escribir el mío y Alejandra me ayudó.
En algún momento, siempre de
manera epistolar –no nos hemos visto– y ya como dos viejas amigas, se lo dije
clarito: “no pienso tocarte el timbre hasta que no termine este libro”. Y
Alejandra me pidió que por favor no fuera tan absoluta. Pasa que alguna vez
escuché que había que creerse los cuentos que uno inventa. Podría haberme
parecido una estupidez pero no fue el caso. Me lo tomé en serio. Pasa también
que años atrás, yo había dado mi palabra. Y como el destinatario ya no estaba,
como Alejandra lo había conocido, como Alejandra le había dedicado un libro, en
fin, vaya uno a saber qué tipo de superstición…
Te doy mi palabra, Alejandra, de que algún día nos vamos a encontrar.
Hace ya varios meses que terminé
ese libro. En estos días nos ocupamos de su edición. Algunas noches me siento, como si fuera a trabajar, pero no hago nada. No escribo nada. No tengo porqué escribir. Ya
escribí. Miro por la ventana. Veo el limonero. La pared amarilla. Naranja. Me
imagino que llega el día. El libro está en la mesa. Viene Alejandra. La veo. Puedo
abrazarla. Mirarle los ojitos. Luego nos sentamos juntas. Codo a codo. Como se
sienta uno en la escuela. La misma escuela donde te enseñan las palabras que
después uno da.
A.