miércoles, 26 de abril de 2017

Complicidad




El hombre del que me enamoré usaba fungi. Lo preciso porque no es lo mismo un sombrero redondo que un fungi. También usaba un impermeable largo porque en esa época llovía. (Mucho llovía). El conjunto le daba un aire a Humphrey Bogart pero sospecho que no es por eso que me enamoré. Por mi parte, no usaba ni uso sombrero. No me atrevo. Algún día me atreveré. Seré una mujer con sombrero. Eso suena bien. Por lo pronto uso boinas, que no es lo mismo. Las pierdo. Espero que alguien las encuentre y las use en mi lugar. Eso sería un parecido con la foto. El amor y los sombreros. Fuera de eso, todo es diferencia.

El hombre del que hablo no es Chaplin. Si lo fuera, quizás no me habría fijado. El asunto es que me fijé. Yo tampoco soy Paulette Goddard. Y eso es una gran injusticia. ¿Por qué no soy Paulette Goddard? El único parecido que tengo con el personaje es que también tengo hermanitos (es importante tener hermanitos). Pero si elegí esta foto es por otras razones. Podría haber elegido una mía y del hombre. Hay una. Nos presenta sentados en una mesa de bar, él escuchando alguna cosa que yo le estaba diciendo y yo mirándolo como si la verdad revelada estuviera depositada en su persona. Algo así. Él salió precioso y yo me veo más joven de lo que era entonces. A un amigo nuestro le gustaba esa foto. “La quiero”. Le hice una copia y se la di.

Pero la escena que quiero contar no es la del bar. Es otra y no tuvo foto. Ese es el tema. No había nadie. Sólo nosotros.

*

A veces, me lo reprocha: “no estoy en tus textos”. Lo dice gentilmente. Tanto, que casi no parece un reproche. Sigo tomando mi café. Lo miro desde el otro lado de la mesa y trato de no equivocar las palabras. Me cuesta. Se me despierta una súbita pasión por las matemáticas. Hago el cálculo. Veinte. Han pasado casi veinte años desde el fungi, la lluvia, el bar aquel. Diez. Durante no menos de diez –casi once– años estuve trabajando en un libro. No en un texto. Un libro. Un libro que sí habla de él. (Con pudor). Por otra parte, tengo algunos textos menos pudorosos de corte romántico. Los tiene él. Están entre sus papeles y de vez en cuando resurgen. Es cierto, no se me ocurriría publicarlos. ¿Entonces? Mientras voy barriendo, acomodando cosas, lavando platos, cortando cebollas, pienso: ¿qué cosa sería ese texto? ¿Sobre qué aspecto podría decirse algo?

Sin embargo, hace ya varias semanas que este blog habla de amor.

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Sobre temas de amor, lo que puedo decir es que siempre fuimos una pareja atípica. Creo que todas las parejas lo son. Sólo que el atipiquismo… no se da siempre por el mismo lado…

Por ejemplo, cuando nos conocimos él tenía la cabeza blanca. Yo no. Recuerdo haber buscado algún cabello blanco en mi melena de entonces y me escucho decir: “¡mira!, ahora tengo canas”. Lo dije con alegría. (Después se me pasó). Atípicos también lo fuimos en otros aspectos. Me vine a dar cuenta de esto hablando con otras mujeres que lo amaron. Eso –después lo supe– es otro atipiquismo. Al parecer no es tan común que mujeres que han amado o aman a un mismo hombre puedan conversar lo más tranquilas. “Semejante morocho” me dijo una vez una admiradora. Me hizo reír. Siento una profunda y verdadera ternura por algunas de esas mujeres. Por una en especial. Pero no es intención de este texto discutir ni polemizar sobre una idea tan bizarra.

Resulta que un día nos fuimos de la ciudad de la lluvia. Nos fuimos no más.

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No fue nadie al aeropuerto. Ni cuando salimos de allá. Ni cuando llegamos acá. No es una crítica. Es un dato. Un dato que él me hizo notar. Había pasado treinta años en ese país pero el día en que se fue estaba solo. (Solo conmigo, que no es del todo solo). Para no faltar a la verdad hay que decir que los amigos organizaron despedidas. Hubo fiestas. Regalos. Abrazos. Parecido ocurrió al llegar. Pero es cierto: en el aeropuerto… rien de rien. Se me quedó esa imagen de soledad. Más tarde, en el momento en que el aparato tocó suelo argentino, nos tomamos de la mano. Fue un aterrizaje inolvidable. Algunas horas después, ya saliendo del subte, en pleno corazón de Buenos Aires, él pegó un grito tremendo. Era el grito del hombre que vence porque vuelve.

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Por eso, mientras no encuentro la forma de que el hombre aparezca en el texto, elijo ese momento. Es un lindo recuerdo. Fue un día de julio. Hace ya mucho tiempo. Nadie tomó la foto pero yo me la represento así como esta otra. La misma ruta. El mismo horizonte. Las mismas manos. La misma soledad. Complicidad.


Cándida