viernes, 5 de diciembre de 2014

Del dolor y otros demonios

Miguelanxo Prado - "Trazo de tiza"

“Si sufro, qué tanta wueá, sufro no más. Total, siempre se pasa”, es la respuesta de la dibujante chilena Marcela Trujillo a una de sus alumnas sobre la experiencia en un grupo de terapia para adelgazar, al final de una larga y bellísima carta. Y es lo más lúcido e inteligente que he leído y escuchado sobre el dolor.

Esta referencia era con respecto al hecho que ella, para reprimir muchas emociones y evitar sufrir, se atiborraba de comida. Esto fue hasta que decidió pedir ayuda por el tema del sobrepeso. Y ahí descubrió un nuevo orden de las cosas: primero eran las heridas y luego la gordura y no al revés. El testimonio caló hondo en muchos lectores y recibió a través de las redes sociales aplausos, lágrimas, emoticones de admiración y todo lo demás imaginable de parte de seres humanos ansiosos porque alguien les confirmara que se puede y se debe hacer frente a este tan temido villano del siglo XXI: el dolor.

Un sabio sacerdote me dijo hace poco: “para poder estar alegre, hay que antes haber estado triste. Si no hay tristeza, pues no hay alegría. O los tienes a los dos o no tienes a ninguno”. En otra ocasión, otro sacerdote hizo alusión a la cantidad creciente  de libro de autoayuda que existe hoy en el mercado lo que demuestra la absoluta desesperación de las personas por alcanzar el gran héroe de este siglo: la armonía.

La verdad es que siempre tuve desconfianza en los libros de autoayuda. Hasta que una amiga a quien respeto y quiero mucho escribió uno. Lo leí, por supuesto. Por amistad, por curiosidad, pero también con interés y sinceridad. No puedo negar que me sirvieron varias recomendaciones de las que ahí aparecen. Cosas de sentido común tal vez, pero que una suele pasar por alto cuando se pone tonta. Bueno, yo me pongo muy tonta muy seguido. Admiré también la generosidad con la que compartió su experiencia. Al fin y al cabo, se dio el trabajo de transmitir su conocimiento en beneficio de alguien que necesitara esos consejos y eso no deja de parecerme loable. Personalmente, siento haber aprendido muchas cosas en mi vida y nunca me he sentado a darme el trabajo de comunicarlas porque simplemente se me ocurre que quien no buscó las repuestas, no es mi problema.

Sin embargo, la lectura me dejó una pregunta: ¿por qué esa búsqueda tan ávida de la “armonía”? Digo “armonía” en el sentido post-moderno de la palabra. Todos buscamos la felicidad y en eso estamos de todos de acuerdo: el sacerdote, mi amiga autora de textos de autoayuda, Marcela la dibujante. Yo también, desde luego. Aunque tal vez ninguno tenga muy claro cómo definirla o si pudiera definirla, le daría connotaciones diferentes: espiritual, emocional, intelectual y todas me parecen válidas. Pero con la armonía tengo serios problemas.

La armonía, así como lo muestra el mundo de hoy, es la conexión perfecta con el cosmos, un estado –espiritual, emocional, intelectual– en que no existen represiones internas, ni frustraciones, ni complejos, ni dolores. Es la realización absoluta en todos los planos. La ausencia de tristeza, por lo tanto también la ausencia de alegría (si le creo al sacerdote). Y no deja de sorprenderme cada día la cantidad de publicidad y propaganda (porque no puedo usar otra palabra) que existe en todos los medios masivos en la que se invierte para convencer a millones de personas de perseguir ese ideal. La armonía, como meta colectiva e individual, está en todas partes: en las fotos publicitarias, en las seriales de televisión y para qué decir en la cantidad de talleres que se dictan a diario para enseñar en diez, en treinta, en infinitas lecciones, cómo incorporarla a la vida. Y tal vez esto sucede porque la armonía no es sólo la ausencia de alegría, es la ausencia de pensamiento.

La atormentada Sylvia Plath escribió: “If I didn´t think, I´d be much happier” (si no pensara, sería mucho más feliz). Los sicólogos determinan que ella era desequilibrada y bipolar. Seguramente lo era, no seré yo quien niegue un diagnóstico médico. Pero Sylvia también pensaba mucho. O su desquiciamiento no hubiera creado la poesía que heredamos de ella. Sylvia se cuestionaba, se preguntaba: por qué su padre había muerto, por qué su marido no la amaba, o tal vez la amaba, o a veces la amaba y a veces también amaba a otra. En suma, se preguntaba por qué la vida es como es. A veces amada, a veces no amada, a veces ambas, a veces ninguna de las dos y a veces todo era sólo imaginación. Pero en suma, más allá de su locura, ella buscaba comprender. Porque incluso alguien bipolar y mentalmente enfermo, cuando tiene un mínimo de sensibilidad, quiere comprender sin importar cuán trágicas sean las respuestas.

No escribo esto para hacer una apología al dolor. Siempre he pensado que en la alegría y la plenitud hay mucho más riqueza que en la oscuridad de la pena. Pero también pienso que las personas no deben ser engañadas hacia un mundo que no es. El dolor, las complejidades, los desencuentros, son parte de lo que ocurre todos los días, igual que los malentendidos como los relata tan bien el autor de cómic, Miguelanxo Prado, maestro en retratar las desarmonías. Es más, con cierto sentido del humor, incluso algunas situaciones pueden ser tomadas como un aprendizaje mucho mayor que ese estado etéreo y absoluto en que todo está tan perfecto que no sucede nada.

Y finalmente, retomando lo que decía Marcela sobre las emociones inevitables: “no es tan terrible, no pasa nada. Sentir es todo lo que hay que aprender a hacer”. Luego se olvida y para eso sirve el paso del tiempo. Bueno, si yo fuera Dios, para eso lo habría inventado.

Valeria Matus