lunes, 5 de mayo de 2014

"Una trigueña que les quite el sueño"



Almuerzo dominguero con dos amigos, y la charla que primero se demora, luego merodea, y finalmente entra de lleno en el tema de la dificultad para –una vez separados- volver a armar pareja. Los tópicos se repiten, al igual que las situaciones y los desencuentros. Además, electrónica mediante, todo se precipita: con relativa facilidad, dice uno de ellos, se cree haber obtenido cierta intimidad con una persona hasta hace nada desconocida, pero con la misma liviandad ese vínculo se diluye, y ese nombre –o acaso ese rostro, si se produjo el encuentro- vuelve a perderse en la multitud. Escritas hace más de un siglo y medio, las palabras del filósofo alemán siguen resultando proféticas: “La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado, y al fin, el hombre se ve forzado, por la fuerza de las cosas, a contemplar con su mirada fría su vida y sus relaciones con los demás”. Mi amigo no usó estas frases, pero la idea es la misma: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”.

El problema es que no estamos hechos para mirar despasionadamente nuestras vidas y las de quienes queremos o podríamos llegar a amar. Tampoco estamos preparados para la frialdad, de la que rehuimos y que sólo soportamos cuando no nos queda más remedio. “¿Cómo podemos imaginar cómo debería ser nuestra vida sin la iluminación que nos procura la vida de los otros?”, se pregunta uno de los personajes de “Años luz”, una muy buena novela de James Salter que, anécdotas al margen, indaga en los modos que toma la vida de pareja ante el trepidar incesante del tiempo. Así son las cosas, al menos este mediodía en que el encuentro ilumina rincones de nuestras vidas, recovecos que gustosamente abrimos a la fraternidad que nos une. Nuestra amistad es esta larga conversación que venimos manteniendo hace tantos años, una plática que inclusive busca incluir a los amigos que, por una razón u otra, hoy no están sentados a la mesa. El otro amigo me pregunta qué pienso de los lances amorosos que nos cuenta y yo, libresco al fin, vuelvo a Salter y a su idea de que también el amor es una conversación mantenida a lo largo del tiempo. Es más: si ese diálogo es fluido, “es el pan de la vida sexual”. 

Como dice la canción, “yo quiero para mis amigos la mejor tierra, un mate calentito en el invierno, y una trigueña que les quite el sueño”, y entonces despliego estas ideas “salterianas” que he adoptado como propias. Bajo su luz, volvemos a discernir los posibles amores que están en danza, los que aún no se han desvanecido en el aire de este otoño porteño. Y es por ello que, cuando nos despedimos, siento que algo hemos avanzado, al menos en términos de una tibia esperanza. Porque aún cuando todo parece estar en contra de que dos personas comiencen una conversación que les dure toda la vida, y aún cuando nada lo anuncie, “siempre nos salva un accidente. Una persona a quien jamás hemos visto”.

Carlos Semorile