jueves, 18 de octubre de 2012

Infancias clandestinas


Nos disponemos a ver “Infancia clandestina” y mi compañera va preparando una pila de pañuelos descartables, con fundado temor de que no le alcancen. Se trata, valga la paradoja, de una película brillante sobre nuestros años más oscuros. Ya su sólo título me resulta un hallazgo, que luego la cinta refrenda con creces. Es uno de esos relatos que retratan la Historia porque cuenta las historias de muchos que vivieron situaciones similares, y que se acercan a Benjamín Ávila para agradecerle que su film refleje aquellas infancias clandestinas que algunos atravesamos.

¿En qué consiste la clandestinidad para un niño? En principio, y aún sin un marco represivo alrededor, una parte de la niñez consiste en resguardar algunas vivencias de la mirada de los adultos. Pero si esa es la disposición natural de las cosas, la clandestinidad obliga a derribar esta separación entre mayores y niños porque los primeros, en atención a las leyes de la supervivencia, se ven obligados a enterar -y entrenar- a los segundos de y en las modalidades de su mundo. Tarde o temprano, esto iba a pasar, pero la clandestinidad, o a veces la propia militancia de los padres, adelanta los tiempos y el niño se ve compelido a madurar antes de tiempo. ¿Es esto malo en sí mismo? No lo creo, pese a lo que digan los fundamentalistas de la niñez como territorio idílico e incorrupto. El niño, pese a todo, sigue conservando aquellos secretos que los adultos desconocen y que a veces, como bien muestra la película, pueden poner en peligro al conjunto. Fuera de eso, la clandestinidad se entiende tan bien como los colores del semáforo: ha sido explicada amorosamente, y ha sido recibida, desde ya que no con contento, pero sí con una seriedad que no es ajena al universo de los pibes. Uno de los grandes méritos de Benjamín Ávila pasa justamente por aquí: ese botija está integrado al mundo de sus mayores al punto de desear saber más del mismo -no menos, como se podría pensar-, y a la vez busca integrarse entre sus pares (los cuales, ay!, no tienen esa gimnasia de ir y venir atravesando las aduanas entre la niñez y la adultez).

En este punto, puedo sumarme al coro de los agradecidos, porque también fui ese niño que participaba como uno más de las reuniones de los adultos (o que las espiaba o escuchaba cuando no se podía estar). Y también, obvio, anduve haciendo migas entre caras desconocidas. Claro que hay un dolor en ello, pero este no deviene tanto de la clandestinidad -que, insisto, se comprende- como de la pérdida de lo que se ha debido dejar atrás. Sin embargo… en la nueva ciudad, en la escuela ajena, en el barrio nuevo, puede aparecer ese amor inesperado que -lo diremos con una fórmula arriesgada- nos estaba esperando. Digo, pues, que “la gracia” puede alcanzarnos. Y evoco, entonces, a Patricia Flores, chilena, alumna de una escuela tradicional y “momia” de los barrios altos de Santiago, una muy bella niña que compartía conmigo “la engorrosa vida de los tímidos”. La timidez es una suerte de cruelísima clandestinidad, y ambos quedamos absortos en una fascinación entre extraños que no supimos decirnos quiénes éramos en realidad. Te lo digo ahora, dulce Patricia: yo era, como Ernesto, un niño clandestino que te amaba a la distancia como se adoran los amores sin destino.

Carlos Semorile