sábado, 11 de enero de 2014

Los libros de la calle Tucumán - por Carlos Semorile

  Mónica sale de hacer un trámite en pleno microcentro, y camina hacia el hórrido “metrobús” bajo la canícula porteña. Avanza por Tucumán cuando de repente se topa con una escena de película: una decena de jóvenes, muchachos y adultos se arrebatan revisando los títulos de una montaña de libros que rebasan un container custodiado por unos laburantes.

Al principio, nada está muy claro: cómo llegaron hasta allí esos volúmenes, y quién o quiénes administran ese aquelarre de lectores abalanzados sobre el material? Alrededor, mientras tanto, los oficinistas, los profesionistas, pasan indiferentes a esta colmena que examina rápidamente y descarta, que hojea con fruición y, de alguna manera, se las arregla para asegurarse las obras escogidas. No hay tiempo que perder, se dice Mónica a sí misma, y alcanza a manotear Las olas de Virginia Woolf, uno de un escritor chileno, y otro de su amado Onetti. A su lado, temiendo acaso un malentendido, una señora le advierte que debe pagarle a los obreros. Mónica le muestra su cosecha a uno de los trabajadores, y este le dice que son quince pesos. Quince pesos, piensa Moni: “Menos que un café!”

Cuando horas después me lo cuenta en la cocina de su casa, en su cara se mantienen el asombro y la dicha. Porque más allá de imaginar al fallecido dueño de tamaña biblioteca –y a la desaprensiva familia que decidió tirarla a la calle-, le dura la felicidad de haber visto a ese conjunto de espíritus amantes de los libros. Pero, sobre todo, los rostros de los laburantes, ansiosos de saber qué mundos se abren detrás de todas esas palabras.