jueves, 3 de abril de 2014

Abril en la Quiaca por Carlos Semorile




El “feis” tiene estas cosas de que aparece una inocente foto fronteriza e involuntariamente se te disparan algunos recuerdos. Corría 1985 y no digo que se hablara únicamente del cometa Halley, pero sí que era un tema –por decir lo menos- recurrente en los medios. Se insistía, por ejemplo, en que su deriva lo aproximaría a nuestro planeta como ya había ocurrido en 1910, pero, claro, sin la paranoia delirante de aquellos años locos. En el plano estrictamente local, comenzaron a postularse las comarcas desde las que podría verse más nítidamente el paso flamígero de su cabellera, y entonces el Norte argentino picó en punta como observatorio natural del fenómeno. De allí nació en la barra de amigos una idea peregrina: juntarnos en Humahuaca cerca de diez cuates y avanzar desde allí hacia La Quiaca filosofando, con las miradas puestas en el cielo y los instintos bien aferrados a la tierra.

Conforme avanzaban los meses, nos fuimos dando cuenta de la suma fatal de diversas imposibilidades. Nuestra juventud y, por ende, nuestra cerril estrechez conspiraba seriamente contra el proyecto. Quien no tenía un trabajo que lo ataba, cursaba una carrera que ídem o corría el riesgo de abandonar un noviazgo prometedor. Sin embargo, ninguno aflojaba y entonces decidimos que cada quien saldría cuándo pudiera hacerlo y, por los medios a su alcance, tomaría el camino que en cada caso lo llevara a estar el 10 de abril de 1986 en la quimérica plaza central de La Quiaca, cuya existencia real y no imaginada era para nosotros un completo misterio. O sea: “Abril en La Quiaca”.

Mantuvimos el lema cual si fuera un estandarte de los cruzados, y con él nos dimos ánimos y buscamos mantener la moral en alto. Pero lo cierto fue que, de la casi decena inicial de amigos, sólo tres rumbeamos para el Norte: el flaco Alejandro Tiscornia por su lado, y Sandra Palomares y un servidor, como la pareja que éramos, por nuestra cuenta. Con las arcas vacías, nuestro equipaje consistía en las prendas más imprescindibles y en muchos panes de centeno tipo ladrillo, de esos que pesan toneladas y masticás sólo si sos guapo o tenés mucho ragú. En Retiro nos tomamos el tren que nos depositó en Tucumán, ciudad que atravesamos con el espanto de ver todavía en sus paredes pintadas “anti-terroristas” que oprimían los corazones y las conciencias. Salimos de raje para Salta, sin chances de conocerla y disfrutarla, tan flacos teníamos los bolsillos. En Jujuy, hicimos el transbordo a un mini micro que comenzó al ascenso hacia el frío intenso y las cornisas inmensurables: al primero lo combatimos con hojas y más hojas de diario (nunca le debimos tanto al “gran diario argentino”), y la noche –piadosa nos ocultó los precipicios que sorteamos a un ritmo infernal.

Amanecimos en la frontera, tomamos un desayuno reparador, y nos dispusimos a cruzar a Villazón para aprovechar el día. Mientras hacíamos los trámites aduaneros y la milicada comenzaba su habitual verdugeo de aquellos años (aunque mucho más suave que el que le daban a los coyas), vimos aparecer por el ancho puente internacional la quitojesca figura del Flaco Tiscornia, quien llegaba alucinado de su fugaz paso por Bolivia. Nos abrazamos ipso facto, y reingresamos a la Argentina a contarnos las viajeras peripecias y a celebrar nuestro módico “Abril en La Quiaca”.
Nos subimos los tres al mismo micro que nos había llevado en volandas, pero esta vez descubriendo cada recodo de aquel camino sembrado de prodigios y maravillas. El Flaco siguió derecho hasta Jujuy, y nosotros nos bajamos en Humahuaca, y pasamos luego a Tilcara. Allí comenzamos otro viaje, el de dejarnos hechizar por el Norte, sus colores, sus sabores, su incaico pasado, su hermosa gente y sus susurradas historias. Y algunas noches, cuando me agarraba el Capricornio, me emponchaba con lo que hubiera a mano y salía a buscar el Halley, aunque más no fuese su cola, su estela difuminada que también faltó a la cita.

No importa, porque si lo hubiese visto tampoco le agregaría nada a esta historia que hoy escribo pensando en aquella barra de amigos. Importa sí que sepamos que alguna vez, y todavía, fuimos y somos capaces de soñar viajes, amores y osadías.