domingo, 18 de octubre de 2015

Los sonidos

Hace poco leí una declaración impactante: "La biblioteca ya no es un lugar muerto y silencioso". No es que crea que esté mal renovar estos espacios públicos y agregarles actividades de charlas, cuentacuentos y muchas otras entretenciones compartidas que motiven al amor por los libros - aunque sí estoy convencida que por más novedades que se creen, es necesario mantener algún lugar donde nada perturbe la lectura propia y ajena.

Pero hay dos elementos que me parecieron terroríficos con respecto a este anuncio. El primero es presentar el silencio y la muerte como sinónimos. El silencio puede estar lleno de vida. Por ejemplo una sala donde lo único que se escucha son las hojas que dan vuelta, llevándolo a uno en cada nueva página a mundos ficticios. Como muerto puede ser un parque donde una animación estridente por alto parlante no deje oír el movimiento de las ramas. Y lo segundo es que esta declaración se enmarca en una iniciativa de atraer al público. Y para invitar a las personas, hay que ofrecer instancias “vivas” y eso quiere decir no silenciosas porque el silencio pareciera ser insoportable para el ciudadano del siglo XXI.

Los ejemplos de cómo el ruido ha ido invadiendo nuestra vida cotidiana son infinitos: los avisos comerciales en las salas de espera, en las estaciones del metro; el compañero de oficina que se pone a ver videos -sin audífonos- en el escritorio de al lado; la música ambiental en los centros comerciales. La relación actual con la música es especialmente particular. Cuando era adolescente, me sentaba a escuchar  música. Literalmente. Me instalaba en el sofá y escuchaba. Incluso en más de alguna ocasión leía al mismo tiempo el libreto que venía con el LP. Así aprendí de memoria sin proponérmelo la ópera Don Giovanni aunque aún no sé hablar italiano. Nunca se me hubiera ocurrido poner música para hacer el aseo y asesinar con ello la mitad de una canción con la aspiradora. Quizás podría escuchar música cocinando, porque es una actividad que tiene una dimensión creativa distinta. Pero hoy en día, la costumbre indica que se coloca música -o lo que sea que se llame hoy “música” y ahí se deja. Es un hábito como lavarse los dientes. Después, se puede hacer cualquier cosa. Incluso mandarse a cambiar a otra pieza y dejar las notas solas entreteniendo las paredes o peor aun imponiéndoselas al vecino.

Y así llegamos a un mundo donde el deleite de una película es interrumpido por una bolsa con palomitas de maíz. Pareciera que los sonidos originales de la vida cotidiana generan una suerte de aburrimiento o incluso angustia. Hay que taparlos, anularlos. Como si fueran el resurgimiento de una era en que no éramos modernos, que no teníamos tanta superioridad tecnológica y nadie quiere recordar esos tiempos desventajados.

Últimamente, estoy enfrascada siguiendo telenovelas españolas ambientadas en otra época. Y descubrí sonidos que se me habían olvidado: el crujir del piso, de la puerta del armario, el ring del teléfono, el correr de una cortina. Y me parece increíble haber llegado a tal punto que escuchar el interruptor de la luz eléctrica sea grato al oído. Pero más asombroso me parece que para tener silencio hoy sea necesario encender el televisor. Antaño, ese aparato era la perturbación a la tranquilidad. Y hoy, en que cada hogar está invadido por una verdadera demencia sonora, la alternativa para un momento de descanso sea prender la televisión (aunque ya no haga clic) y colocar un folletín retro porque ahí todavía los árboles dejan ver el bosque. 

Valeria Matus