lunes, 31 de octubre de 2016

Marta



La primera vez que siendo un niño anduve solo por la calle fue en Ciudad Evita, acompañado de Negro, el perro de la tía Marta que era más alto que yo. Salimos los tres temprano una bella mañana soleada, y en la esquina doblamos hacia la derecha e hicimos tres cuadras hasta la Rotonda: allí Marta tomó el colectivo que iba para Capital, y con Negro volvimos andando hasta la casa como dos viejos amigos. ¿Cuántos años tendría? ¿Tres, cuatro como mucho? Seguramente la abuela o las tías me estuvieron visteando desde atrás de los árboles, pero no las vi y terminé convencido que Negro había regresado sano y salvo gracias a mis dotes de conductor. Una proeza de la ingenuidad.  

En la sala de aquel chalet de Ciudad Evita tuve mis primeras trasnochadas, acompañando las maratónicas desveladas de cine televisado que eran como un ritual sagrado de la tía Marta y su compañero Héctor todos los sábados por la noche. En aquellos tiempos remotos, la tele dejaba de transmitir apenas pasada la medianoche salvo los sábados, cuando extendían la señal hasta las primerísimas horas del domingo y ahí estaba prendido el niño que fui, parpadeando el sueño porque adoraba hacer cosas de adultos con adultos.    

Algunos años después, recuerdo la llegada de Marta a Santiago de Chile, todavía deslumbrada por el viaje en tren a través de la Cordillera mientras repartía a manos llenas los regalos que había traído en las valijas desde la añorada Buenos Aires. (Doce meses más tarde, en su departamento de Almagro, escuchábamos –por la radio!, mi Dios– la angustiante noticia del golpe a Allende). Pero su primer viaje en avión –y el mío– fue rumbo a México, donde una parte de la familia había logrado exiliarse después del ´76. Era un vuelo “lechero” que nos hizo conocer bastantes aeropuertos. Sólo en Santa Cruz de la Sierra pudimos salir a caminar por los alrededores, pero nos faltó la compañía y el coraje de Negro para animarnos a ir más allá del Barrio Alto.

En México, paseamos con la familia y volvimos a ver el Pacífico y por segunda vez la nieve, una dichosa tarde camino al Ajusco. El viaje de regreso nos depositó en la ominosa Miami, con sus fachadas de utilería y esa urdimbre extraña entre ordenanzas anglosajonas –siempre listas para la punición– y latinos estrafalarios vociferando su gusanía border. (En la tele del hotel vimos a Juanita Castro a los gritos detrás de unas rejas: nos costó comprender que ésa era su farmacia de la Little Habana y que ésas eran sus rejas. Vieja demente).

Volví al colegio, y Marta volvió a su trabajo de siempre en la Casa de la Moneda y a sus nocturnos sábados hogareños, en el departamento de Almagro que Héctor había remozado ampliando la sala hacia una de las habitaciones. Creo que fue por esa época que se propuso terminar el secundario y a golpes de inteligencia y voluntad lo fue logrando en una escuela nocturna que la UPCN ponía a disposición de sus afiliados. Una vez recibida se anotó en Sociología, carrera con una cierta tradición familiar. De hecho, venía detrás de mí y me resultaba muy difícil conciliar mis intereses de universitario joven con las demandas de una tía estudiante que no estaba en los planes de nadie.

Tampoco estaba en los papeles que Héctor falleciera de repente y que se llevara buena parte de los momentos más luminosos de la vida de Marta. Devastada, se refugió en la casa materna y en sus quehaceres laborales. Pero el menemato también había irrumpido en la Casa de la Moneda continuando el vaciamiento de la misma que había comenzado la Dictadura, y que el radicalismo no había sabido, no había podido o no había querido parar a tiempo. En los papeles de Marta (que movió cielo y tierra por la empresa a la que la había dedicado su vida laboral), se aseguraba que el hoy famoso Ciccone era apenas un testaferro del tenebroso Juan Álemann. Sus nuevos jefes la dejaron sin tareas, hasta prácticamente cesantearla.  

Por aquel período, generosa a más no poder, Marta me prestó su departamento, donde hice mi primera experiencia de tigre solitario. Allí me convertí en el cocinero que soy, agasajé amigos, me inicié en la Astrología y le saqué algunas notas a mi primer trompeta. Siempre que podía agarraba la bici y me iba al Centro, pero en la calle Rawson pasé momentos felices y amargos primero con una novia y después con otra, mientras trataba de olvidar a una tercera. Hasta que me mudé, esas fueron mis nuevas proezas del candor.

Tras la muerte de la Abuela, Marta finalmente vendió Rawson y se mudó a Coghlan. Había ganado en metros, ubicación, luz y hasta un balcón, pero nunca acertó a abrir su casa para que fuese un lugar de encuentro. Acaso su última gran alegría haya sido su viaje a San Juan, la tierra que la vio nacer y adonde nunca había regresado. Allí la encontramos nosotros e hicimos un hermoso viaje por Calingasta, El Alcázar, Tamberías, Barreal y la Pampa del Leoncito (y su Observatorio). En contacto con la naturaleza, su alma se expandía y lograba serenar lo que había en ella de enojo y de rabia. Chanceaba, reía y hasta se animaba a cantar algunas cosas de su padre.

Prefiero recordarla así y no bajo el inclemente deterioro de sus últimos años. Había sido una mujer de carácter fuerte e intransigente, y verla doblegada por la enfermedad era doblemente triste. Cuando rondaba mis veintitantos, me legó la medalla que le dieron por sus 25 años de labor en la Casa de la Moneda, su segunda casa. Como dueña de la misma nos recibió a los alumnos de mi escuela primaria una mañana de invierno y, junto a la guía titular, ella ofició de amorosa anfitriona, dándonos a conocer los secretos de cómo se acuñaban las monedas y cómo se contaban las inmensas hojas de billetes. También ese día reía y tenía algo de la niña que fue cuando Evita les dijo a sus colaboradores: “¿Ven? Esta es una verdadera rubia natural. Parece Shirley Temple”.


Carlos Semorile