Varios meses después del encuentro, su imagen volvió y se
sentó del otro lado de la mesa. No me sorprendió. Recibí su imagen como una
presencia amiga. Ese encuentro, meses atrás, había sido el primero. A lo mejor
sería el único. Eso no es posible saberlo, porque ella vive muy lejos, aunque a
lo mejor soy yo la que vive muy lejos y no me doy cuenta (eso de las lejanías
es relativo). No creo que tenga demasiada importancia. Lo que sí la tiene es
poder encontrarse cuando la vida ofrece la ocasión de hacerlo y, en este caso,
lo que me llamó la atención fue su generosidad. Ella escribió, ella anunció su
visita, ella hizo posible el encuentro. Cierto es que éramos de la misma
familia. Pero eso no siempre ayuda. Hay personas que, siendo de la misma
familia, logran ignorarse como si nunca jamás hubiesen compartido un momento, una cena, un
juego, una alegría, una penuria. Hay personas que, siendo de la misma
familia, logran desperdiciarse unas a otras. Y, a la inversa, hay personas que,
sin tener ningún vínculo familiar, se aman, se comprenden, se acompañan. Por lo
mismo, ser de la misma familia no significa prácticamente nada. En todo caso,
no nos informa sobre el grado de complicidad que puede haber entre dos
personas. Pero fue cosa de verla y sentir simpatía. Primero: su belleza me
impactó. No es que me ande fijando en la belleza de las personas, pero la suya
irradiaba. Era algo que vivía en sus ojos, en su sonrisa. Luego nos sentamos y
empezamos a hablar. Recuerdo que esto fue con naturalidad. Y en ese relato
(suyo, mío), siendo que ella y yo no nos conocíamos, iban apareciendo
personajes que la vida nos había regalado a las dos. Personajes ya fallecidos.
Quiero decir personas. Personas que uno amó (ama), que estuvieron ahí, en la
cercanía. Ella hablaba. Era lindo escucharla. No sólo por lo que contaba, las
historias que contaba, sino también por la manera en que lo hacía. En el tono,
en la manera misma de narrar, en la manera, incluso, de pronunciar, yo veía
pasar a mis seres queridos. Otros seres queridos. Su voz, la voz de Verónica,
contenía en la suya muchas otras voces. (Entre ellas, la voz inconfundible –inolvidable voz– de mi abuelo, tan parecida a la de sus hermanos). Ella estaba ahí, con toda su belleza, sus ojos, su sonrisa. No había pasado mucho rato desde el primer café, cuando de
pronto, al mencionar ciertos hechos, se emocionó. Yo creo que las personas que
pueden, en muy pocos minutos, llegar al fondo de las cosas sin sentir vergüenza
por eso, son de la misma familia. En todo caso, más allá de nombres, de
apellidos, me gustaría ser algo de esa mujer capaz de mirar hacia el pasado, así
como ella hace. Ojalá pudiera aprender. Seguir un camino. Y viéndola a ella,
escuchándola evocar ciertos hechos, se me dio por pensar que sin duda el ser
humano es una cosa rara. La peor de todas, dicen algunos. Y es cierto. El
hombre es el peor enemigo del hombre, o algo por el estilo. Pero es, también, su
mayor consuelo (y eso no se escucha tanto). Nada puede compararse con la mirada
o el gesto de una mujer o un hombre que comprende a otro hombre, a otra mujer. Comprende. No juzga. No perdona. Comprende. Pasarán muchos años y yo,
quizás, olvidaré lo que me contó Verónica. Olvidaré los hechos, no su
mirada, no su visión, no el gesto de amor que ella tuvo, narrando, hacia los
protagonistas de su historia. No la manera en que su voz los evocaba, los acunaba,
los cobijaba. Nos consolaba.
Antonia