jueves, 8 de febrero de 2018

“Chercher le jaune"


En su notable artículo “What is our silence worth to Miley Cyrus?* (¿Cuánto vale nuestro silencio para Miley Cyrus?), el autor Andy Andrews se refiere a lo peligrosa que resulta nuestra pasividad cuando se trata de promover a personas cuyo trabajo vale ser conocido y reconocido. Deja de manifiesto cuánto le molesta que tantos se quejen por los libros y canciones que destacan en los medios, siendo que es muy poco lo que al final la gente hace al respecto, más allá de lamentarse.
La inversión que realizan en su marca personal cantantes como Justin Bieber le ha permitido tener un despliegue a nivel tan masivo -e incluso invasivo- que uno lo reconoce, aunque no tenga el más mínimo interés en hacerlo. Bajo la misma lógica, yo conozco Coca Cola, aunque no la tome porque prefiero la limonada o el jarabe de granadina. Al igual que Andy Andrews, escucho, entre otros, a Sugarcane Jane. Y estoy segura que la mayoría de quienes están leyendo estas líneas deben estar preguntándose: “¿Quiénes serán?”. Pero mientras no hablemos de ellos, contribuimos a que la notoriedad de Justin Bieber –y de paso su cuenta bancaria- siga aumentando. En el entretanto, muchos creadores geniales han muerto en el hambre y el frío. 

Sugarcane Jane es un dúo de música country, integrado por Anthony Crawford y su mujer Savana Lee. Esta pareja de fabulosos compositores e intérpretes ha grabado en pocos años 5 álbumes, ofrece constantemente conciertos -principalmente en el sur de Estados-Unidos- y participa en paralelo de extraordinarios proyectos con otros músicos. Fieles al campo y a la naturaleza, en lo personal se concentran en su vida familiar en Alabama, donde residen con sus tres pequeños hijos. En cuanto a Anthony Crawford, si este mundo fuera justo, él sería una leyenda a escala mundial. Se inició muy joven en su trayectoria, ha tocado con muchísimos grandes artistas, ha participado en giras con figuras como Neil Young y es autor y co-autor de decenas de canciones. Me permito suponer que es, en gran parte, una opción de ellos mantenerse de bajo perfil (aunque parezca inverosímil, el desenfreno de la fama no es ambición de todos). Y no creo que tengan reparo respecto a su público que, si bien no suma millones, es leal y conocedor. Sin embargo, soy insistente en el hecho que debieran, para beneficio de nosotros los espectadores, ocupar un lugar mucho más importante en el reconocimiento colectivo.

Nuestro silencio vale dinero y lo cobran unos pocos. No siempre los que lo merecen ni los que quisiéramos. Pero esto no se trata sólo de beneficio económico. Lo que está en juego es también nuestra riqueza como sociedad. Sin duda alguna, el aparato industrial que existe tras la cultura siempre ha sabido maniobrar. Pero en algún momento, fue bastante más usual que en un cine se pudiera ver en una sala una gran producción hollywoodense y en la de al lado una película de Antonioni. Cuando teníamos poco acceso directo a la información, teníamos que salir a buscarla. Entonces, nos movilizábamos. Preguntábamos, intercambiábamos, compartíamos, recomendábamos. ¡Cuánta música descubrimos gracias al amigo que nos prestó un disco para grabarlo en un cassette! Miremos esta misma escena al revés: si esto no hubiera sucedido, ¡cuántos atesorados momentos nos hubiéramos perdido!

En su película, “Prénom Carmen”, el director Jean-Luc Godard hace unas apariciones como actor, en una de las cuales comenta: “Il faut chercher dans la vie. Van Gogh, il a cherché le jaune. Il faut chercher”  (“Hay que buscar en la vida. Van Gogh buscó el amarillo. Hay que buscar.”). Tenemos un razonable derecho a ir más allá de la primera página del diario o de la lista de sugerencias de una aplicación virtual. Pero nuestra pereza suele quedarse en la comodidad de confiarnos. Sin embargo, más que nunca debemos hacer el esfuerzo de ser curiosos, activos y protagonistas. Como bien lo explica el artículo de Andrews, nuestra apatía omite, discrimina, margina. Deja demasiado espacio libre. Y cómo público, como oyentes, como lectores, como admiradores, tenemos la posibilidad de influir, de aportar, pues “promocionar a una persona y su creación es una manera en la que podemos cambiar el mundo.” ¡Y vaya que nos van quedando pocas maneras de cambiar el mundo! No descuidemos ésta.

 Valeria Matus