domingo, 8 de septiembre de 2019

Diálogos recobrados


El cine –como el teatro– es culpable, entre otras cosas, de que determinadas palabras queden resonando dentro de uno, que es el modo pequeño y egoísta de decir que permanecen en la memoria emotiva de muchísimas personas que aman el teatro, el cine y las palabras. Muchas veces se trata de frases que han sido distorsionadas de su locución inicial y, levemente tergiversadas, quedan inscriptas en el inconsciente colectivo. Pero, ¿acaso no es así como recordamos?

¿Qué es lo que se dijo, cómo se lo dijo y cuáles rumbos marcaron aquello que fue dicho? Pero, también, ¿cómo se lo escuchó, qué se respondió, y hacia donde se encaminaron esas vidas a partir de aquél diálogo? Hablamos del diálogo amoroso y de cómo aparece en determinadas escenas de películas que nos marcaron y a las que volvemos para descubrir, ¡caramba!, que se nos pasaron por alto algunas conversaciones cruciales, tanto que sin ellas la peli sería otra.

Por eso pensamos en ese título, Diálogos Recobrados, y nos lanzamos al rescate de algunas líneas de diálogo que distan mucho de ser apenas “unas líneas de diálogo”. A veces se trata de una antiquísima leyenda que, por ejemplo, ella relata con deliberada parsimonia ante grupo de hombres reunidos alrededor de una fogata encendida en un campamento improvisado al caer la noche en el desierto. Otros la escuchan como un mero pasatiempo –incluso alguno la interrumpe torpemente–, pero él saborea cada palabra de la vieja fábula que contiene las claves de su secreto y urgido deseo.

No han hablado entre ellos, ¿es lícito hablar de “diálogo”? Los demás han quedado absolutamente al margen, ¿no sería deshonesto no comprender que, aunque él guardó silencio, estuvieron dialogando?

Luego, cuando finalmente la pasión amenaza con desbaratar las sólidas columnas en que se sostienen sus existencias, conversan sin poder sortear las trampas de los malos entendidos, porque en sus palabras se cuelan las costumbres amasadas durante vínculos pasados, y todavía no encuentran un código propio por el cual encaminar sus charlas y sus vidas. ¿De eso se trata, no? De una larga conversación que mantenemos con alguien especial a lo largo del tiempo incesante.

A veces adquiere la forma de cartas, de escritos que buscan seguir tejiendo esa manta de palabras que albergan un amor, o que pretenden cobijarlo ante la ausencia de uno de los dos amantes: “Quiero que todo esto se grabe en mi cuerpo. Nosotros somos los verdaderos países, no las fronteras trazadas en los mapas con los nombres de hombres poderosos. Yo sé que vendrás y me sacarás cargando al palacio de los vientos. Eso es todo lo que he anhelado. Caminar en un lugar así contigo, con amigos. Una tierra sin mapas. La lámpara se ha extinguido, y estoy escribiendo en la oscuridad”.

Atrás han quedado la leyenda del esclavo que se convierte en rey luego de espiar la deslumbrante belleza de la reina expuesta, las charlas mantenidas al borde del precipicio de los cuerpos en su ardor, y tantas cosas que no hubo tiempo de decir, y que deseamos recobrar.

Carlos Semorile