Se nos ha muerto Juan Forn, y no hay consuelo para tanta tristeza y bronca que nos hace maldecir lo injusto de esta partida para quienes fuimos, apenas, sus lectores. Forn nos regaló el privilegio de esta fraternidad ampliada en la lectura de sus textos, y en la pasión de sus pesquisas y revelaciones literarias. Sabemos que vamos a extrañar sus elegías, pero lo que en verdad nos hará falta es su generosidad.
Creo que si algo nos enseñó es que no se puede ni se debe ser un lector canuto, y que la lectura es lo contrario de otros oficios de descubridores que bucean para atesorar: el lector genuino siempre sale del libro con ansias de compartir. Precisamente en “Ningún hombre es una isla”, Forn rescata una carta de la novelista Jean Rhys: “Voy a decirte algo muy importante, así que escucha bien. Todo lo que escribimos es un lago. Hay grandes ríos que alimentan el lago, como Tolstoi o Dostoievski. Y también hay hilos de agua, como Jean Rhys. Lo único que importa es alimentar el lago. Yo no importo. El lago es lo que importa. Seguir alimentando el lago. Siempre. Eso es lo que importa”.
Leyendo y escribiendo, Forn acrecentó el lago de manera considerable porque estaba convencido de que “Lo que amamos nos cambia. Nos rescata. A veces, hasta nos limpia la sangre”.
Eso fueron sus viernes: citas para comenzar a amar lo que hasta ayer desconocíamos. Esa fue “La tierra elegida”: “Mi oficio (…) consiste en contar historias. El origen de ese oficio, de esa vocación, es fácil de rastrear: me gusta que me cuenten historias. Pocas cosas me gustan más, desde que era chico. Pocas cosas me han enseñado más, desde que tengo uso de razón. La Historia está en todas partes, porque estamos rodeados de historias. Los desvelos cotidianos de cada uno de nosotros, nuestras pequeñas historias, conforman la historia del lugar donde vivimos. Y así se construye la Historia, generación tras generación: cómo contamos la historia, cómo escuchamos la historia que nos cuentan”.
Esas historias son como canciones que nos enraizan y, como él dijera, al mismo tiempo nos vuelven nómades en el espacio y en el tiempo: “Imaginen una canción que dura, no tres minutos, sino veinte o treinta años seguidos en nuestras cabezas. A veces la escuchamos, a veces creemos que no, pero sigue sonando en el fondo y algo en nosotros la escucha incluso cuando nosotros no. Los aborígenes australianos eran así. Los aborígenes australianos eran nómades. Sus movimientos eran cíclicos y estaban regidos por una canción ancestral, una canción que describía su trayecto y a la vez les decía por dónde ir. Así daban vueltas por Australia, a lo largo de sus vidas. La canción era su mapa y a la vez era su historia, era su geografía y su religión”.
Esto es lo que hoy te agradece esta tribu dispersa de lectoras y lectores: tu amorosa cartografía para seguir nadando en el lago. Una canción compartida para rogar que el amor nos limpie la sangre.
Carlos Semorile