¿Se acuerdan? Había un jardín que no tenía flores pero
que luego tuvo. Y había Laura… que algunos de ustedes conocen. Sé que no lo
habrán olvidado. La anormalidad de la post-pandemia no nos quitó el jardín de
Laura. Ni a Laura. Siempre podemos ir. Este martes fuimos. L. y P. 10 y 9 años
no conocían. “¡Arriba! Vamos”. Al jardín de Laura… se sube… Pregunta de ambos:
“¿se puede?” Respuesta: sí, se puede. Ponemos la mantita que hemos llevado, nos
acostamos. “¿Nos acostamooosss?” Sí, esa es la forma más bonita de observar el
cedro en el jardín. Y de escuchar. Cositas que pasan. Luego Laura (no confundir
las Laura) lee un cuento. Luego: operativo poético como ustedes ya conocen, no
es novedad… Pero para ellos sí. Nuevamente: “¿se puede?”. Con ojos muy
abiertos. Justo hace poco estuvimos hablando con una muchachita acerca de lo
que se puede y no se puede en los muros, en las veredas. Pero este martes lo
que llama la atención -más allá de los muros- es la conciencia que tienen
algunos niños (¿muchos niños? ¿cuántos?) de lo que NO se puede…
Años atrás,
muchos años, en el patio, una nena queriendo escribir una frase en grande en
una hoja de papel se dio cuenta que no le iba a caber completa. Se le sugirió
que hiciera doblar la frase. Como se dobla en una esquina. (Eso no sirve para
los papelógrafos, conste; pero esto era un dibujo, eran palabras dibujadas en
papel, ¿quién podía impedirlo?). Otra vez la frase con sus ojos abiertos: “¿se
puede?”.
“La tierra se extendía en silencio”, decía el
cuento.
Patio de los libros