La curiosidad de los lectores se parece a la de los viajeros en que no tienen límites, aunque las dos escenas siempre arrancan y terminan en algún punto. Las primeras páginas de un libro nos suelen confrontar, lo mismo que el inicio de un viaje que se proponga eludir los itinerarios más transitados, con un pensar extranjero para lo que es nuestra manera habitual de mirar las cosas. El final de ambos recorridos, es inexorable, nos aleja o nos hermana con otra concepción del mundo.
Ayer terminé de leer un relato bastante difícil de seguir pese a que el hilo narrativo sigue la cronología de una biografía. Hasta acá, ninguna sorpresa: cada nueva obra que uno aborda implica decodificar el modo en que su narrador o narradora dispuso los elementos, y qué buscó transmitir con ese ensamble en particular. Además, el texto incluye un ensayo del biografiado donde éste condena aspectos de nuestra historia reciente que merecen una ponderación más ecuánime, no tan brutal.
Desde luego que este estudio, en lo que a mí respecta, está destinado a la librería de viejo donde suelo canjear emboles por deleites. En la otra punta del espectro, hoy concluí la lectura de “Periodistán: un argentino en la ruta de la seda”, de Fernando Duclos, un libro que no me voy a cansar de regalar a todas aquellas almas afines con la idea de que la trashumancia es una experiencia donde el conocimiento de la otredad no enjuicia, sino que se cuestiona a sí mismo para comprender.
La sola mención de los países que recorrió Duclos ya nos habla de regiones de las que, en el mejor de los casos, poco y nada sabemos, o sobre las cuales tenemos una visión que los medios distorsionan con alevosía: Transnistria y Moldavia, Kosovo, Turquía, Georgia, Rusia y Ucrania, Osetia y Chechenia, Daguestán, Uzbekistán, Afganistán, Kirguistán e Irán, por nombrar sólo las que figuran en el índice. Es el viaje de un mochilero, pero también el de un lector y el de un cronista.
Esto provoca que ningún lugar sea evidente por sí mismo: hay todo un caudal de lecturas que traspasan las postales más superficiales de cada nación, y hace que sus crónicas estén enfocadas en las vivencias de los pueblos y en la cultura profunda de sus gentes. Las problemáticas son tan diversas como diferentes son las situaciones que atraviesan sus vidas sea en el campo o en la ciudad, en contextos más desahogados o más apremiantes, bajo el signo de una religión u otra.
Sucede también que la relación que Duclos va haciendo de cada tramo de su viaje tiene como centro a las personas de carne y hueso con las que compartió comidas, ceremonias, descubrimientos, aventuras, canciones y emociones, y que por regla general lo cobijaron de la forma más hospitalaria, y de igual modo lo alimentaron y lo sumaron temporariamente a ese núcleo originario que en cualquier parte del mundo solemos llamar “los nuestros”, sean familia o amigos:
“Me cuesta decir si existe en el humano algo similar a la esencia. Pero sí creo que todas las personas podemos ser equiparadas en algo: estamos hechos de nuestros pasados y buscamos mejorar nuestros futuros. Diferimos –desde ya- en las formas que usamos, pero la búsqueda nos iguala. Y eso es lo más lindo que me queda del recorrido: la sensación de haber encontrado un montón de “iguales” en todos los rincones del planeta”.
Apenas un poco más arriba de este párrafo, dice Duclos: “No soy historiador ni hablo desde un lugar académico, pero me encantan las historias porque creo que son democráticas: todos las tenemos y podemos compartirlas, dejar que otros se las apropien. Sólo hace falta pensar en nuestros apellidos: detrás de cada uno existe un pasado hecho de movimiento, migraciones, viajes, encuentros, soledades, causas y azares”.
Este último guiño nos permite volver a citar a Silvio para postular que en cada viaje y cada libro salimos a buscar qué signo lleva el amor.
Carlos Semorile