De entre las muchas cosas que me gustan de mi amigo y tocayo Carlos, una que sintetiza varias otras es su manera apasionada de estar en el mundo. Carlos Ernesto –tal su nombre completo– es, por ello mismo, un hombre de excesos: en el amor, en la amistad, en las charlas llevadas a veces hasta la polémica laberíntica, en su gusto por el morfi y por el chupi, y también en su piedad política que retorna siempre como una de las variantes de una sensibilidad que no todos le quieren admitir.
Ayer mismo él me recordaba alguna charla que tuvimos respecto del tema de ser hombres sensibles que, para reconocernos como tales, debimos eludir aquel mandato patriarcal que aún estaba vigente cuando éramos niños a mediados de los años ´60 del siglo pasado: “los hombres no lloran”. Y aquí debo agregar que siendo Carlos Ernesto –como lo llamaba su mamá Yolanda– un tipo guapo, lo es mucho más cuando sus ojos se le humedecen y la emoción aflora plena en su rostro viril.
Pero además resulta que tiene una hija a la que adora, y cuya sensibilidad –heredada, pero también muy propia de ella– no pocas veces la puso en los bretes típicos de un presente hostil para con la diferencia. De esos episodios, y de otros que no vienen al caso pero que han sido igual o peor de bravos, nuestra sobrina debió acorazarse y endurecerse, dejando a un lado ese aspecto suyo que la inclina hacia el arte, y también hacia el semejante que padece sin los amparos de los privilegiados.
Éste fue, según me cuenta su padre, el meollo de una de las últimas “grandes charlas” (ya dijimos de qué entusiasta manera nuestro amigo las valora, y esto se debe a que las necesita como el aire que respira) que mantuvieron y que él rescata como un gran paso adelante para que la joven se reconozca en sus emociones más genuinas, esas que no están atravesadas por los prejuicios individualistas de ese egoísmo brutal que pretende que seamos cada vez menos hermanos en lo humano.
Carlos Ernesto cree que si lo pongo
por escrito su sensible hija lo entenderá mejor que de su boca. Pienso que con
su ejemplo alcanza porque, como dice el Tata, “estar en el mundo es estar emocionados”.
Carlos Semorile