lunes, 6 de abril de 2015

El gesto antiguo



A mi madre le regalaban todas las navidades un traje de baño. Ella sabía a priori lo que iba a encontrar debajo del árbol cada 24 de diciembre. No era sorpresa. Y la razón de este regalo era justificada: los primeros días de enero, la enviaban con su hermano a Maullín, un pequeño pueblo a la orilla de un río, al sur al final de la zona continental chilena, donde un tío abuelo tenía una casa que recibía a los familiares para la temporada estival. Los niños regresaban a su hogar a mediados de marzo justo antes de volver al colegio. 

Esa costumbre se repitió por años sin que nadie se cuestionara jamás la posibilidad de hacer otra cosa. Y debe de haber sido una muy buena decisión porque hasta el día de hoy mi madre recuerda las temporadas en Maullín como las más felices de su vida. Ese pueblo pequeño, perdido, donde la luz eléctrica llegó a mediados de la década del 50, sin semáforo pues había tan poco vehículo que, cuando pasaba uno, todo el mundo salía de su casa para mirar la novedad y donde los únicos panoramas eran ir a bañarse en las mañanas, pasear en el jardín admirando las flores e ir a la plaza al atardecer a conversar.

Ese hábito era uno de los tantos que la familia tenía. La vida estaba agradablemente estructurada en torno a ciclos que se respetaban de la manera más natural. Año nuevo celebrado pero con mesura, el posterior relajo, la vuelta a clases con la compras correspondientes, la pascua del conejo, las tareas, el tejido, las ruedas de póker de los padres, el 18 de septiembre que daba inicio a los chalecos más delgados, los exámenes de fin de año, el árbol navideño, y cerrado 1954, 1955, 1956 y así. A veces, algún matrimonio, bodas de plata, bautizo o evento en particular marcaba alguna distinción. Pero la existencia sucedía en torno a festejos simples: la temporada de espárragos, los aromos en flor, los días más largos. 

Cuando yo era pequeña, la organización era más flexible. El exilio de por sí no facilitaba planificación de largo aliento ya que siempre se estaba a la espera de mudarse. Pero fue posible consolidar algunos hábitos. Como nadie tenía cerca la casa en la playa de los abuelos o de los tíos y no había mucho recurso monetario, los días feriados o bien se iba de visita donde algún amigo que residía en otra ciudad o país o bien era el amigo el que venía a la casa, cosa que se disfrutaba igual porque uno hacía de anfitrión entonces se organizaban muchas salidas entretenidas y se preparaban comidas especiales. Variaba quién y dónde, pero como al final tampoco eran tantos los amigos ni tantos los lugares, ciertas familias y ciertas comarcas terminaron siendo mi propio pueblo chico. La televisión en ese entonces no era tan demoníaca y presentaba una programación diaria, semanal por lo que se podía esperar con entusiasmo el dibujo animado favorito cada miércoles o la hora del cine clásico los viernes por la noche, lo que me dio la oportunidad de conocer la cinematografía completa de Chaplin, de Hitchcock, de Marilyn Monroe. 

Un día llegó la globalización que achicó el planeta. Con ella, también se confundieron los hemisferios porque basta con tomar un avión para saltarse tres estaciones en seis horas. Y en esta fusión de puntos de referencia, sumada quizás a la posibilidad siempre existente al menos en términos virtuales de tener siempre acceso a todo a cualquier hora del día y cualquier día del año, también se fueron las rutinas. Así, se pueden comer frutillas en invierno y se puede ir a la nieve en verano, ver folletines a las tres de la mañana si se está desvelado o escuchar un recital en vivo de madrugada pues la televisión por cable me permite estar en vivo con Londres. También se puede tomar champaña aunque no se esté celebrando nada más que otro día de estado melancólico. Como dicen algunos cuando quieren adelantar su aperitivo a momentos antes del mediodía (el protocolo tradicional sostenía que beber alcohol antes de las doce del día no era de caballeros): “En algún lugar del mundo, ya es hora de tomar un whisky”. 

La rutina hoy produce el mismo terror que le producía a nuestros antepasados ser excomulgados. Pero lo cierto es que para la humanidad, la repetición nunca había sido un problema. Así lo demuestra el folklore en que los mismos ritmos y temas se han escuchado por siglos sin que haya aburrido nunca a ninguna generación, excepto la nuestra, ávida de constantes emociones nuevas. Y no es que la aventura y lo inédito no sean fabulosos. Claro que lo son. Sin embargo, adquieren ese sentido mágico cuando justamente se trata de un evento especial. La esencia de la cotidianeidad no tiene que ver con falta de riqueza, al contrario, es la certeza que las etapas felices no son efímeras como lo indican nuestras actuales verdades absolutas. Es la posibilidad de que ese verano increíble con los primos, ese pan casero al desayuno con los hermanos, esa velada inolvidable con los mejores amigos, esa tarde emocionante esperando Nochebuena, volverá a ser a perpetuidad sin nefastas alteraciones. 

Un joven artista chileno que viajó en busca del sueño americano declaró para un reportaje: “Nueva York es una ciudad fabulosa, extraordinaria, donde todo pasa y todo es posible; pero es una ciudad que te da solamente una oportunidad. Si la pierdes, no habrá otra”. Deduzco que si esa oportunidad se toma y se toma bien, se entra gloriosamente a ese circuito desenfrenado de experiencias únicas. Pero existe otra alternativa, la del mundo de antaño, del gesto antiguo, que consiste en un lugar donde la oportunidad está ahí siempre, cada lunes, cada viernes, cada primavera, cada otoño. El propio Monet, tan único, creador e innovador, se dio cuenta finalmente, en su búsqueda por captar “el momento” por excelencia, que no importaba pintar todos los días el mismo árbol que está en el jardín de la casa, porque al final, nunca es el mismo árbol. Basta que pase una nube y ya cambian todas las formas y todas las tonalidades, por lo tanto, todas las inspiraciones. ¿Puede haber opinión más confiable sobre los días que un sabio en la esencia misma de la luz y los colores?

Valeria Matus

domingo, 5 de abril de 2015

Una carta del Profesor



Lo que sigue es una carta enviada desde París por "El Profe" (miembro fundandor de este blog aunque sumamente reservado) a la Compañía Nacional de Autómatas La  Musaranga como consta en la presentación que sigue. Se la robamos al blog amigo "El Cedroniano" y la compartimos por estos lados porque, sencillamente, se nos da la gana.

Miguel Praino y su viola (visto por La Musaranga)


LA MUSARANGA. Colectivo de arte popular, militancia humana, arte y artesanía "povera", de integración social, etc.

A raíz de un envío postal recibido a fines de enero 2015, portando una serie de grabados representativa de la iconografía musaránguica del Puchero Misterioso, decidí publicar unas líneas de agradecimiento y adhesión a mis queridos y admirados compañeros.

Don Pedro:
Pese a los malos vientos liberales y privatizadores que soplan contra lo que fue cemento y orgullo de la República Francesa: sus Servicios Públicos, cuyo resultado es la degradación de los mismos, el mal funcionamiento, el encarecimiento, todo lo cuál hace que el aumento de conflictos sea notorio, materializándose en un recrudecimiento de la puteada directa, que suplanta la más o menos correcta pero ya antigua discusión por medio de la que se solucionaban los problemas que podían manifestarse.

Uno de los servicios más queridos y respetados fue el Correo y Telecomunicaciones, aquí en Francia PTT,  Postes, Télégraphes et Téléphones. Hoy en día –en gran parte privatizados o mercerizados–  cambió su nombre y es La Poste. El cartero (aquí le postier) era un personaje casi de la familia ya que empezaba a los 18 años a repartir las cartas y se jubilaba a los 60. Conocía las familias, veía nacer los chicos, los veía casarse, la gente lo llamaba por su nombre, y como eran tiempos menos urgentes, en más de una casa hacía parada, cafecito mediante, o más cerca del mediodía un vasito de blanco, mientras se enteraba de los reumatismos de los viejos, los amores de la nena o las peleas matrimoniales o entre vecinos. La vida, ¿no?

Pero el cartero sigue estando, trayendo las cartas, y yo que siempre los miré como portadores de misterio, porque  ¿qué dirán las cartas? ¿qué dramas o alegrías o dolores portará ese sobre cuadrado o rectangular que uno encontrará a la noche, cuando vuelve del trabajo?

Y después está la historia de Juana, la Juana de mi infancia que con sus 18 años estaba perdidamente enamorada del cartero –que tendría 20–  y se escribía cartas todos los días, para poder hablar con él y coquetear dulcemente. Y se casaron...

Y los versos de González Tuñón que dice algo como “yo quisiera abrir toda la correspondencia del mundo por ver si alguien, una sola persona tiene un recuerdo, un solo recuerdo para mí...”

En fin, mi querido Musarango Pedro, todo este espiche para agradecerte la hermosa, entrañable iconografía “musaránguica” del Puchero Misterioso que recibí el viernes pasado. Me hace bien, me reconcilia, me ayuda  a mantener la “ilusión hornera”. Y sobre todo, son muy hermosos los grabados. El Gallo Bataraz, el caballito, el loro, la dulce virgencita, Nelly la grande... Todo, todo grita que se puede, que hay aguante, que el alma, las almas se lo merecen.

Al otro día, sábado, a eso de las 10h00 me fui al jardín a podar un poco el cerco. Es ahí que charlo con los vecinos, con la gente que pasa, que siempre te hace un comentario sobre el frío o la lluvia. Pero en realidad yo esperaba  a la postière, que es una señora  de mucha gentileza y como casi todos los empleados del correo, viene de la Martinica o de la Guadalupe, o sea de las Antillas francesas. Y cuando llegó, con una carta menos agradable que la tuya, ya que era el aviso de lo que me toca pagar de impuestos, le dije “señora, le tengo que agradecer la carta que me trajo ayer”. ¿Y por qué?, me dice. “Y, por lo que traía el sobre, por el placer que me causó”. “Bueno  pero yo no tengo nada que ver, además es mi trabajo”. ¿Cómo que no tiene nada que ver”, le digo, “¿y el sino?, ¿usted nunca pensó que es una mensajera? Como tal trae usted buenas nuevas o malas. Ayer me trajo muy buenas, y por eso, le digo merci beaucoup.” Insistió: “bueno, pero yo no tengo que ver con lo que hay en los sobres que distribuyo...” “Usted no, pero el sino, sí... y la eligió...” Me miró a los ojos, y juro que pasaron en un instante por los suyos destellos de vudú, santerías, Orishas, y otros candomblés... Entonces riéndose, me dijo “para hablar de estas cosas es mejor hacerlo delante de una botella de rhum...” Y se fue a continuar con su reparto.

Bueno, Don Pedro, seguramente me daré una vuelta por allá en marzo o abril ya que me está haciendo falta. Me están haciendo falta.

Un abrazo fraterno para vos y para todos los compañeros y compañeras de la Musaranga, La Gloriosa.

Sábado, 04/04/2015     El Profe

lunes, 23 de marzo de 2015

Postdata(s) a propósito de la crisis del fútbol argentino vista por un inglés

En el interés de trasparencia, debería de añadir que traté de ir a ver River-Godoy Cruz con más o menos los mismos resultados como tuve en Boca; fracaso y rechazo total. Nadie me puede convencer que por un partido contra un pinche club de Mendoza, si visitantes, no tenia lugar por un pequeño británico! En vez de eso, muy fue a ver la exposición Manu Chao en el Haroldo Conti del ESMA- ya.
Andando, el taxista, hincha de River quien andaba escuchando el match en la radio, me dijo "a usted o a mi nos van a registrar, pero no paran a la barra brava.  Hay demasiado plata atrás.  Es crimen organizado que la policia no enfrenta".

Una solución: partidos con público solo femenina.

***

"Ya saben lo aburrido de los aereopuertos, pero parece que no tanto. Alli estoy en Ezeiza, dos horas antes de mi vuelo British a Londres.  Paso seguridad donde la policia pregunta el motivo del viaje- soy britanico pues se me puede tomar por Argentino fácilmente. Pues, que soy britanico y vivo en Londres—ah perdon, perdon
 
Y despues por el control migratorio, pasaportes, y larga cola mientres toman huellas de pulgada (en todo la historia se ha pescado algun criminal en estes controles?).  Vuelvo mas y mas irritado por el tipo grande detras mio quien grita en su cellular como si no tenia nada de amplificacion.  “ pues alli estas con el, con Carlos Bianchi?’ dice a su interlocutor- pues si, en el salon de Aerolineas.  Me doy la vuelta y imterrumpo su conversacion; el director tecnico?  El hombre grande se asusto un poco pero hace senal que si.
 
Despues del control charlamos un poco -es de Boca, pero va rumbo a Nice para una conferencia- es cardiologo. Mi amigo en el VIP dice que esta con el y voy a ver si entro para tener un selfie con el. Me haces el favor, le haces firmar mi pase a bordo  y yo espero afuera?  Si, como no. Pues en vez de ir al salon que British comparte con American, espero fuera del salon Aerolineas como un tifoso en la cancha de entrenamento, con lapiz y papel.
 
Pues alli estoy fuera del salon vip del AA esperando, y finalmente sale y toma el papel y lapiz como un profesional. Digo de manera muy nervioso algo sobre firmar.  Me compongo, y le pregunto si gano la Libertadores en 2004 con Tevez y Delgado.  No, no, fue en 2003, diculpe, discupe, mientra la companera/mujer con el se pone a reir- usted esta muy informado.
 
No resisto, y como puede ser que Tevez no fue covocado para el mundial?  Se mostro muy diplomatico, el hombre- no se, quizas tenia un problema con el director tecnico. Muchas gracias, y buen viaje
 
Asi termino mi pelegrinage de futbol en Argentina, el circulo completado.
Me voy llorando del pais, pero llevo conmigo la firma de Carlos Bianchi….."

 John Rhys Bevan

viernes, 20 de marzo de 2015

Un inglés frente a la crisis del fútbol argentino



Hay algo incongruo en empezar un peregrinaje a la Bombonera en medio de las boutiques de lujo de la avenida Santa Fe. Aún para un veterano con 50 años de canchas inglesas, incluidos los momentos más difíciles, le provoca cierta trepidación el mero nombre del estadio de Boca.

Dos horas antes del partido, a las cuatro de la tarde, subí al bus 152 a nivel de Callao y antes de recorrer cuatro cuadras, el colectivo que me llevaba además junto a dos jóvenes mujeres vestidas de Boca ya unos quince civiles inocentes, fue parado por un grupo de siete hombres, con uniformes negros, sin identificación ninguna, pero con bastones/porras y sus miradas feas, quienes nos rodearon en silencio por varios minutos. No pasó nada, pero sí cambió el ambiente. Y en eso un oficial de los colectivos le gritó al chofer de cambiar la ruta, seguramente por problemas de circulación generados como siempre por partidos en la capital. Aproveché para lanzar el diálogo con las dos de Boca con un “¿van siempre a la cancha, verdad?” Al confirmarlo, les pedí consejo de cómo conseguir una entrada, confiado que no habría tanta gente con ganas de ver un partido contra Defensa y Justicia, nombre que sugiere un equipo de burócratas de los ministerios respectivos a mi oído extranjero.

Con evidente orgullo, sacaron sus cartas de socio: algo parecido a una tarjeta de crédito con foto, para ellas, evidentemente de mayor relevancia que su proprio DNI. “Sin la tarjeta de socio o activo, nadie entra en la cancha de Boca”. ‘Pues ¿qué hago?’. “Primero, no compres ningún ‘entrada’ a los jóvenes que rodean el estadio. Son todas truchas”. Otra palabra aprendida. “Segundo”, y me miró, yo de 1m80, blanco, jubilado, “en tu lugar, lo mejor es pagarle a un policía”, todo dicho con una seriedad de uno que sabe que su consejo es el único correcto. Según ellas, son 70 mil socios y cien mil ‘activos’, ¡saber la diferencia! Mi optimismo bajó.

Y tenían toda la razón. La Bombonera es como Alcatraz al revés, ni te acercas sin tarjeta de ‘socio’ o ‘activo’. Y lo garantizan suficiente fuerzas del orden para parar una insurgencia generalizada.

Esto iba a ser mi quinto partido en mi vacación en Argentina de un mes –mi visita anterior fue para la Copa América de 2011. Y mi desafío era de visitar 10 canchas de BsAs, llegando a todos en colectivo, con mi tarjeta mágica SUBE.

El día de mi llegada, después del vuelo de 14 horas desde Londres, me fue en colectivo de Palermo a Liniers para el Vélez-Crucero del Norte. A pesar de los carriles centrales dedicados a los colectivos, el colectivo tarde bastante entre Palermo y Liniers. Paso rapido para mi ya que iba tratando de calcular si es que hay una relacion entre Juan B Justo y la cancion de Chuck Berry, Johnny Be Good. Ahora debería de declarar que soy hincha de Sunderland, no el club social-milonga del norte de Buenos Aires, sino el club de fútbol medio anti-social del norte de Inglaterra que esta semana pusieron su director técnico, el uruguayo Poyet, a la puerta. Tuve que ir a Vélez ya que un amigo de escuela cerca de Sunderland se llama Ernie Sarsfield. Al empezar el partido veo uno pasar, sorpresa, en camiseta de Inter de Milano, azul negro. Cuando le veo desde atrás veo escrito RICKY, alusión obvia a Ricky Álvarez, ex de Vélez prestado desde septiembre de Inter a Sunderland!!! Todo eso me da rabia pensar que hay quienes dicen que hoy en día no hay nostalgia en el fútbol.

Dos días antes mi fracasada visita a Boca, había ido calmamente a Racing contra Colon y me impresionaron tres cosas, además del talento del equipo que después aprendí faltaba casi todos los titulares; uno, no solamente todas las calles de Avellaneda parecen un festival del chorizo, pero adentro del estadio hay un parrilla-al carbón. Ustedes ni pueden imaginar los perros calientes’ que sufrimos en Inglaterra. Secundo, los baños no llevan H y M sino ‘académicos’ y ‘académicas’. Tercero, ¡el estadio estaba lleno de mujeres y niños! Mi muestra no es muy científica –estaba yo en la platea a 400 pesos pero de los dos o tres miles en mi sección, todos pareciendo de orígenes medio humildes, diría que los hombres eran minoridad, o por lo menos el porcentaje de mujeres superaba de mucho el del parlamento británico. No habían grupos de hombres, sino parejas con sus hijos, o hasta hombres llevando bebes. Abajo de la platea, entre la cancha y el gran público dado que la Academia es circular, hay un área plana en forma de D que queda vacía por la mala perspectiva hacia el partido debido al hecho que está al nivel del césped. Mirando abajo en el secundo tiempo, veo que en este espacio vago jugaban a fútbol unos veinte niños y niñas, por lo que pude ver entre 3 y 6 años. En breve, ir al estadio parecía una cuadra de Renoir, grupos familiares en contexto bucólico, todo en orden, todo como debe de ser en el mundo.

Pero otra cosa que me llamó la atención es que yo era más o meno el único del público sin la camiseta de Racing, hombres, mujeres, viejos y niños. No se puede no notar el estilo/elegancia con que las mujeres llevan su camisetas, anudadas como en la playa, y todos visten su camiseta Racing como si fuera un desfile de moda. Esto pensamiento me vino como inconsciente, no lo pensaba de una manera pensada. Pero en un momento como me desperté; estaba mirando un grupo de hombres en camiseta de Racing y me vino’ la pregunta, ¿por qué están vestidos de mujer, estés tipos? A tal punto las mujeres están acaparándose de las canchas, por lo meno en las secciones menos baratos.

Por cierto que hay muchas medidas de seguridad, incluso la exclusión de hincha visitante, registro para sacar pirotécnicos etc. etc. Y mi base de investigación, taxistas, meseros y gente suelta, me asegura que la barra brava solo puede existir por la complicidad de los dueños de los clubes y tienen un aspecto de crimen organizado, cobrando/extorsionando a los vendedores alrededor de los estadios. Por cierto, mi experiencia con las barras bravas queda lejos de completa –y quizás tuve yo suerte– pero lo más seguro es que se utilice las maldades de unos pocos para condenar a toda la hincha.

Pero esta es una de las grandes contradicciones; la mayoría de los argentinos creen que los estadios son lugares de violencia, crimen, peligro, poblados de desempleados y gentes por lo menos dudosas. Mi experiencia en cuatro equipos en zonas relativamente populares (Liniers, Lanús, Avellaneda y Parque Patricios) es que el ir a la cancha es una actividad social y familiar, un espacio donde todos tienen los mismos derechos de gozar, insultar sus jugadores, discrepar con sus vecinos sobre los porqués misteriosos de este juego que uno puede estudiar pero nunca entender completamente. En fin, uno de los pocos espacios de verdadero estado de derecho donde todos son iguales frente al deporte/la ley.

Hablando de ley... el día de mi llegada a BsAs vi que jugaba Huracán. Siempre he querido ir al estadio de Parque Patricios desde que vi El Secreto en Sus Ojos y leí que la parte de la cancha era filmado allí, con sus escaleras/pasillos de falso mármol y su cara de art deco como recuerdo de otra época donde las fantasías, por lo menos arquitectónicas, eran pagables. Minutos antes de salir por el estadio, aprendí que el partido era ‘sin publico’, una suspensión por el abuso de pirotécnicos o no sé qué.

Pero tres días después me doy cuenta que Huracán si juega y esta vez si con público, contra unos venezolanos en Copa Libertadores. Vale. Camino a San Telmo y de allí a Parque Patricios pero antes de llegar al estadio, cacheo de la policía. Iba bien pero no me dan paso porque no tengo entrada. Y la boletería está a 10 cuadras. Me resigno, pero antes de irme veo un tipo dando fuertes instrucciones a automovilistas acercándose demasiado al estadio y le pido confirmación de la ubicación de la boletería. “Si” me dice, “pero hoy no venden, por la suspensión”. Con cara larga le explico que vengo de lejos. “Esperase acá”. En dos minutos vuelva y me da una entrada. “¿Cuanto le debo?” “Invitación de Huracán”. Y en platea, detrás de la bancada de suplentes. Que ángel. Durante el partido lo veo de nuevo, esta vez dando instrucciones dentro del publico—conclusión, policía en civil, pero obviamente de los buenos.

 Otra gran contradicción es que todos dicen que el fútbol en el país deteriora, sobre todo por la venta de los mejores jugadores a Europa y hasta el Golfo y China. Y cada vez se van más y más joven. Lógicamente tiene que ser cierto, pero igual la calidad que he visto me convence que esta es una de las grandes ligas, y el entusiasmo de la gente en el estadio tiende a confirmármelo.

Pero mi gran preocupación es que la liga es de treinta clubes y no de a veinte como en otros países. Algunos dicen que es para proteger Boca de un posible descenso, otros que no se quiere repetir la experiencia del descenso de River. (En Boca compré una ramera con los escudos de River, San Lorenzo, Independiente y Racing, cada uno con el año de su descenso respectivo y con la lema “Esas Manchas No Las Borran Nunca Mas”, todo en mayúsculas. Quiero al fútbol en gran parte por el sentido de humor, popular, del hincha). Inevitablemente, tener 30 equipos diluye la calidad de la liga y hay muchos partidos con poco en juego, perdidos y ganados de antemano, donde nadie se da la pena de apostar. Clubes nombrados por compañías de colectivos (Crucero del Norte) o, supongo, por una novia, como Rafaela (aun si uno me dijo que es por la ciudad en Santa Fe!).

Más que nada quiero al fútbol por los debates, donde nadie pierde porque todas las perspectivas son validas (¡delante la ley del deporte!), aún los mas extremos y los mas evidentemente falsas.  Mi mejor discusión de este mes fue en las cataratas de Iguazú, donde menos la esperaba. Me encontré con una familia de Córdoba y, como siempre en Argentina, los formalismos de los primeros encuentros se dan por acabados cuando surge, ineluctablemente, la pregunta “¿y con quien hinchas vos?” La respuesta del hijo de la familia de unos 12 años fue “Talleres”. Cómo es el nombre completo, le pregunto. “Club Atlético Talleres de Córdoba” responde con un ritmo y insistencia de quien habla con una persona de poca educación o que ya era un poco viejo para discusiones serias. Y por qué Talleres, le pregunto. Responde con las espaldas. No sé, tampoco, le digo, pero tengo una teoría. Para mí puede ser por los talleres de ferrocarril que crearon los gales y los escoses (para evitar la otra discusión inevitable) quienes fueron los que introdujeron el fútbol acá. Unos momentos de silencio y concentración. Su mirada me dejó claro que no podría quedar sin desafío una teoría tan ridícula, y de cualquier modo, quién era este viejo venido de un Reinado a pronunciarse sobre el deporte de los argentinos. “Yo no creo” me dice. Y cuatro, cinco segundos después, “Puede ser que viene de tallarines”. Con una actitud tal, este niño tiene futuro y no puede fracasar.

El fútbol argentino está en buenos manos, o como me dijo uno, lo seria “si no fuera por los dueños de los clubes y la AFA”

Crisis, ¿qué crisis?

Libérense de los mitos sobre la cancha, la hincha y los peligros. Me hace acordar al reinado de la Thatcher quien, entre otras cosas, odiaba tanto el fútbol como los trenes, los dos por la presencia de la clase obrera. Cada incidente fue utilizado no por mejorar la seguridad en los estadios, un derecho para todos, si no más por maldecir a la clase trabajadora y sus placeres/goces.

Muchas medidas contra el crimen y violencia en los estadios son importantísimas, pero son también básicas para cualquier país que se quiere civilizado. Y no hay que olvidar que estas violencias no empiezan en los estadios, son importadas del contexto social de pobreza, alienación y desempleo. Arréglense esas cosas y no tendrán más problemas en los estadios. Y por lo que veo, los problemas que hay son enormemente exagerados y en términos porcentuales, ¡me imagino que los niveles de crimen y violencia a la interior de las canchas no superan los de afuera!

Mejor mirar un poco los estadios, la mayoría que tienen unos cincuenta años. ¿Dónde va la colaboración masiva de los socios y activos y los derechos de los medios? Por cierto no es en el confort del espectador que se siente sobre el concreto ya de edad para jubilarse. ¿Y la comunicación? No he visto ni un cartel electrónico para dar la información básica- los equipos, la hora, los reemplazos, quien recibe cartón etc. etc.
Es como si se decía a la hincha: salva quien puede, ustedes apoyan al club pero no es reciproco.

Y esto sí es un país civilizado. ¿La prueba? Salgo de la Academia a las 11 de la noche, y gracias a gentiles informadores, llego a la parada del colectivo 22, que debe llevarme al centro. Espero, con una veinte gentes más, una media hora, y finalmente viene uno, pero nos pasa de largo. Voy a la pizzería de a lado y me tomo una cerveza una media hora y me reúno con los de mas potenciales pasajeros. A la medianoche, para un bus vacío, con un número que no corresponde con la parada y con una destinación que no tiene nada que ver con su ruta. Pregunto si va al centro y subo, pero al acercar mi tarjeta a la maquina SUBE el chofer me hace señal de pasar sin registrar. Con dos o tres paradas más, el bus casi se llena con gente vestida de celeste, y yo, sentado a lado del chofer. De repente grita a voz alta “Cierro”. Silencio y suben tres nuevos pasajeros más. “¿Cierro?” grita, silencio. La tercera vez y una voz desconectado desde atrás grita “ahora si” y la puerta cierre. Antes de bajarme en Entre Ríos, le pregunto al chofer, que cuando gritaba cierro era para que los pasajeros deciden cuando el bondi está lleno. Me mira con la misma mirada que el chico de Talleres en Iguazú. “Claro”. Le ofrezco la mano, y bajo. 

Es la una de la mañana cerca del Congreso. Hay gente en la calle comiendo helados, platicando, mirando negocios. No tanto como en el día, pero igual mucha gente. ¡Qué país!

John Rhys Bevan

viernes, 6 de marzo de 2015

"El mundo mágico de Coré" por Eugenio Matus


 Presentación

Mi padre nació en Quillota en 1929. Yo llegué a Francia en 1975 cuando tenía sólo dos años.  Mi padre había sido educado en los Hermanos Maristas, lo marcó la II Guerra Mundial cuyas noticias escuchaba por la radio, usaba traje y corbata para ir a la universidad*. Yo fui formada en el Viejo Continente, bajo el rigor de la escuela racionalista, con la aparición del tren de alta velocidad, de las noticias en directo por televisión cuando hasta los Juegos Olímpicos estaban teñidos por la lucha entre el Este y el Oeste. 

¿En qué minuto entonces me sentí identificada con Chile y con su memoria más allá de lo que conllevaba ser una hija de la dictadura? ¿Cómo es posible que sea capaz de mirar una revista antigua chilena y sentir que ahí tengo mis raíces? Mi padre hablaba poco de su infancia. Tal vez no le traía buenos recuerdos. No lo sé. Nunca lo sabré. Pero sí siempre habló, y con mucha alegría, de Coré. Y tal vez que compartiera conmigo ese mundo de fantasía fue uno de los elementos que me permitió descubrir que yo también venía de “ese país pequeño (…), donde historia, tierra y hombre se funden en un gran sentimiento nacional”**. Es posible que a través de ese hombre que recordaba sus ilusiones de pequeño, cuando esperaba emocionado que llegara cada semana un nuevo número de El Peneca, conocí ese Chile de mediados del siglo XX, ese país rural, sencillo, pero rico en formación y conocimiento, cuidadoso de esa enorme producción cultural, intelectual y creativa que alguna vez fue capaz de tener. 

Los dejo con algunos extractos de un artículo acerca de la obra de Coré que mi padre publicó para la revista Araucaria*** en el cual rinde homenaje a este maestro de lo imaginario, de lo universal, pero a la vez tan íntimo y familiar. Espero que a ustedes también los lleve a recorrer los rincones olvidados del Chile que ya no está, a reencontrar al niño que ya no está, porque quizás también ustedes desean volver a sentir esa patria en la cual alguna vez gobernar fue educar, esa patria ansiosa por volver a florecer, porque – al menos así lo creo yo- aquí no hay ningún país que construir, sino que un mundo que recuperar.

Valeria Matus

* Eugenio Matus Romo (1929-1997), profesor de literatura española, escritor y crítico literario.
**Del discurso pronunciado por Salvador Allende ante la Asamblea de Naciones Unidas en 1972.
*** Revista cultural publicada en el exilio entre 1978 y 1989. Se alimentaba de los artículos enviadas desde todo el mundo por intelectuales y artistas chilenos. 


El mundo mágico de Coré

Para una inmensa cantidad de chilenos, y seguramente muchos, muchísimos latinoamericanos, existe un nombre mágico que presidió sus sueños infantiles, que les descubrió un mundo de maravillas, que los instruyó, que marcó su imaginación para siempre: Coré. Coré, el gran dibujante de El Peneca.

Muchas veces he pensado en Coré, he mirado y remirado las viejas revistas, impresas en papel no muy fino, a veces francamente ordinario, un poco gastadas, descoloridas con los años, y comprendo que fue, en verdad, una fortuna inmensa la que tuvimos los niños de ese tiempo al contar con ese artista prodigioso.

¡Cómo esperábamos el día viernes por la tarde la llegada de El Peneca! Recuerdo que en mi pueblo, en Quillota, muchas veces, impaciente, rondé por la estación de los ferrocarriles a la hora en que habitualmente llegaba la revista, y tuve mi ejemplar antes de que lo recibieran las librerías. Los vendedores corrían por el andén, volcándola, en cuanto recibían los paquetes. Los viernes, a partir del mediodía, ya no tenía cabeza sino para pensar en el acontecimiento de la tarde. Imaginaba cómo sería la portada, qué historias habría ilustrado Coré. Y el tener un nuevo número de la revista en mano, el contemplar los dibujos del artista admirado, era un placer que disfrutaba con precipitación en un primer momento, y luego con detenimiento, con calmada delectación durante la semana, contemplando sin cansancio, sin límite de tiempo, cada escena, cada personaje, cada matiz de color.

(…)

Maravilloso Coré, amigo irremplazable de tantos miles y miles de niños de ese tiempo. ¡Cómo hubiera querido conocerlo, decirle todo lo que lo admiraba! ¡Cómo desearía ahora saber más de él, quién fue, qué vida llevó, dónde, cómo adquirió este arte estupendo!

Es curioso: en ese tiempo me parecía completamente normal que Coré existiera y que semana a semana pudiéramos gozar con su inagotable genio creador, con su técnica insuperable. Ahora, pasados los años, comparando su arte con el de otros, tantos otros, buenos o excelentes también, pensando sobre todo en el medio en que surgió Coré, pienso que se trata de un fenómeno verdaderamente extraordinario.

Coré, independientemente de las estilizaciones de Walt Disney, y en general de la imaginería de importación de la época, creó allá, en ese lejano rincón del sur del mundo, con su solo talento, un mundo fantástico personal, y fue capaz de desplegar ante los niños chilenos y latinomericanos, a los cuales se dirigía, con un arte perfecto, el cuadro complejo, rico admirablemente variados de la historia, de los mitos, de la literatura y del folklore universales.

(…)

Sobre Coré podría – debería – escribirse un largo libro bien documentado, con una iconografía lo más completa posible. Debería, además, buscarse, si es que existen en alguna parte, sus originales. Coleccionarse como objetos preciosos y dedicarles – si esto fuera posible ¿y por qué tendría que ser imposible? – una sala en algún museo.

No faltarán, espero, en el futuro, los que, por el bien de nuestra cultura y por un imperativo de justicia histórica, realicen una y otra tarea. La que por mi parte modestamente me he propuesto, creo que, que puede terminar aquí.

Quisiera agregar, sin embargo, la siguiente reflexión. Si Coré hubiera hecho lo que hizo en Francia, en Inglaterra, en Alemania o en Estados-Unidos, su nombre sería conocido universalmente, sus dibujos habrían sido reproducidos una y otra vez en ediciones de lujo, se le habrían dedicado monografías, exposiciones, programas de televisión y su nombre se citaría entre los más grandes dibujantes de todos los tiempos. Pero Coré es chileno, es latinoamericano y, naturalmente, no lo conoce nadie. Es decir, lo conocemos nosotros, las generaciones de chilenos, de latinoamericanos, que fuimos niños allá por la época en que él derrochaba su ingenio, y quizás el homenaje más íntimo que le rendimos cada vez que recordamos o volvemos a contemplar sus dibujos – al afecto y la admiración inalterables que sentimos por él – sea por último un homenaje mucho más valioso que el de la celebridad mundial.

Eugenio Matus

El artículo completo “El Mundo Mágico de Coré”, escrito por Eugenio Matus Romo para la Revista Araucaria, número 27, páginas 103 a 115, 1984 puede leerse en los siguientes links: 

miércoles, 4 de marzo de 2015

La Pobrecita



 
 
Este texto lo recibimos algunos afortunados como correo enviado desde Francia. Lo reproducimos para que haya otros afortunados. El objeto del correo indicaba: 

“La pobrecita, por los avatares del relato y porque no sé cómo se llama la plantita”


***


Mis queridos, mis queridas:

Tengo a bien informarles que La Pobrecita comenzó hace algunos días a anunciar el arribo, que creo inminente, de la primavera. Ésta comienza a manifestarse con un avance de más de 20 días. La Pobrecita, una planta floral llegada en maceta un día de hace muchos años, de esas de florería, que a las dos semanas suelen morir tristemente pese a que uno la cuide. Ni recuerdo quien la trajo, seguramente alguien conocido, seguramente invitado a cenar, que seguramente consideró que no se llega a una cena con las manos vacías. Seguro.

Recuerdo que un día la saqué al jardín porque me la tropecé en la entrada (soy un tipo que deviene motrizmente torpe cuando tengo un problema en la cabeza, ergo: siempre...) y desde ese día nunca más la entré. La dí por muerta varias veces a causa de sequías importantes (digamos que mis idas a Baires son en general en los meses de verano europeo) y puede pasar que no llueva y/o no sea regada. También le ha acaecido de dormir fuera, en crudos inviernos de más de10 bajo cero, pero ella, valiente, aguerrida, con una rabia de vivir y con tranquila humildad, renace de entre las inclemencias extremas.

Mi comportamiento deleznable hacia ella, me llena de bochorno, aunque siempre he llegado a tiempo –por cuánto tiempo encore, hélas!– para, ya sea hacerle beber poco a poco, como a esos perdidos en un desierto, moribundos, sedientos, a los que aparentemente no les llegó la hora. O cuando ya muerta –su aspecto inconfundible lo grita, ramas secas, sin hojas, tierra resecada y dura, y un gesto de rabia y desdén que me culpabiliza– hace que, buscando la tijera de podar o sécateur que no encuentro aunque lo tengo delante de mis narices, voy musitando palabras, frases de amargos autoreproches y quelques esquisses de juramentos que sé que no cumpliré pero bueno, encontré las tijeras, corro como un bombero que va a salvar a una petite vieille abandonada a su suerte en el medio de un incendio o una bella desmayada y opero: empiezo cortando las ramas más tristes que se quiebran con un chasquido seco de reproche, sigo bajando y cortando...

Me ha pasado ya de dejarla a ras de la tierra, y con una vana esperanza, junto a mis lágrimas, derramar una vez más a guisa de despedida los alegres chorritos transformados en lluvia fina, desde la jocosa regadera. Algunos días más tarde, saliendo ensimismado de la casa, mi vista tropieza forzosamente con La Pobrecita. De tener tanta vergüenza me ha pasado de mirarla y no verla.

La última vez que esto ocurrió, llegué a la avenida y algo se iluminó en mí, primero no le presté atención y seguí, pero no, no es posible y me volví corriendo (de acuerdo a mis posibilidades) con el pecho apretado por la esperanza, evaluando si no estoy exagerando ciertos sentimientos que sería mejor manifestar sobre otras contingencias, en fin, llego, abro el portillón, me acerco conteniendo el aliento y en puntas de pié la espío, veo los brotecitos verdeando ya, bien desde las puntas de sus ramitas, las hojitas que se meneaban como bailando con la brisa, y... huiiiijaaa..!!, no pude, no quise, no se merecía que contuviera mi gritar, y bailar y reírme y hablarle y gritarle: ¡campeona..! ¡Ejemplo..! ¡Eterna pese a todo..! ¡Vida..! ¡Vida..!

Miguel Praino
 

viernes, 27 de febrero de 2015

La mochila




 Uno de los objetos más lindos que existe es el libro. No importa cuál sea el libro, y casi en cualquier estado que el libro en cuestión se encuentre. Lo mismo se puede decir de las mochilas: más allá de sus estilos, todas son bellas porque no sólo invitan al viaje sino que, como los libros, ellas ya son el viaje. ¿Cómo no ver entonces el film de una viajera que elije cargar libros –con lo que pesan en su mochila? Pues no. Sucede que con los años le tomé idea a ciertas estrellas del universo hollywoodense, y me resulta intolerable esa idea de ver “películas de” tal o cual actriz o actor. Muchos de ellos tuvieron comienzos promisorios pero luego, por presiones del medio, terminaron siendo casi una marca registrada de algún segmento limitado del devenir humano. Las pelis de Nicolas Cage, por ejemplo, remiten siempre al mismo argumento, lo mismo que las de Diane Lane. ¿Para qué ver una más de Reese Whiterspoon?

Así anduve, renegando, hasta que pudo más la curiosidad y el amor por las mochilas y los libros. Fue un paso afortunado pues “Alma salvaje” es una película notable, y la Whiterspoon realmente deja la piel en su composición de Cheryl Strayed, una excursionista que decide recorrer un sendero que cruza California, Oregón y Washington (conocido como el Pacific Crest Trail). La mina, en rigor, no es una mochilera pero se manda sola a recorrer más de 1700 kilómetros luego de perder a su madre y separarse de su pareja. Durante poco más de tres meses, Cheryl se pierde en lo salvaje –“en mi pena”- hasta comprender que su vida es “como todas las vidas: misteriosas, irrevocables y sagradas”. Así expresado, puede sonar liviano, como si fuese una peli onda new age o algo peor. Nada más lejos: es un film poderoso porque, de modo impecable, muestra el lado vulnerable de una mujer muy curtida y muy sufrida.

Casi al inicio, en su primer acampada, Cheryl lee un poema de Adrienne Rich que habla de la científica Marie Curie: “Murió siendo una mujer famosa y negando sus heridas, negando que sus heridas tenían el mismo origen que su poder”. Más adelante, cuando por fin accede a un camping hecho y derecho, se cruza con un montañista retirado que le hace ver cuánto peso de más lleva en su tremebunda mochila. Entre las cosas que sobran, están las páginas ya recorridas de la muy gruesa y pesada guía de viaje. El “asesor” las arranca de un tirón pero, cuando se dispone a prescindir también de los libros de poemas (entre ellos, el de Adrienne Rich), Cheryl se interpone y los salva. En esa escena se resume buena parte de las vidas de quienes alguna vez hemos sido o serán viajeros: no se debe cargar nada adicional porque, como bien advertía Alfredo Zitarrosa, “son más largos los caminos pa´l que va carga´o de más”.

Pero tampoco se deben dejar afuera de la mochila las páginas que van a salvarnos en las horas críticas del viaje. O las hojas de un diario en las que vamos dejando asentados los paisajes que amaremos, la magia de los encuentros, y el hilo difuso de nuestros pensamientos. Acaso un día volvamos a hojear esos cuadernos, a esa caligrafía que reconocemos a medias, igual que nos parece extraño el narrador y lo narrado, sus incertezas, sus tropiezos, sus ligerezas y sus momentos de dureza para consigo mismo. ¿Fuimos esos? ¿Todos esos que están allí? ¿Y cuáles de  todos ellos seguimos siendo y cuáles ya son polvo en el camino? Por todo esto, y por muchas más cosas que cada quien descubrirá según su propia deriva, bienvenida sea “Alma salvaje” (en el original, simplemente “Wild”). Y muchas gracias Reese Whiterspoon por aquello de que “todas las vidas son misteriosas, irrevocables y sagradas”.

Carlos Semorile

Todas íbamos a ser Jo



 

Incluso la rockera, algo punk e irreverente Patti Smith reconoce en su biografía que “Mujercitas” fue uno de los libros que marcó su juventud cuando se hallaba en ese arduo camino adolescente de buscar la identidad propia. ¿Cómo es que una obra de esta índole se ha vuelto tan universal?  Es el tipo de literatura que pareciera exclusivamente dirigida a chicas románticas y soñadoras. No a muchachas rebeldes con inquietudes desobedientes. ¿Y por qué “Mujercitas”? Louisa May Alcott escribió muchos otras obras maravillosas, con su nombre y también con seudónimo. Es que “Mujercitas” tiene una diferencia, una particularidad con nombre y apellido: Jo March. 

¿Por qué Jo?¿Y las otras tres? Beth representa el personaje que nadie quiere ser: la persona débil, que no soportará los desafíos del mundo y por eso se presiente desde el principio que no hay posibilidad alguna que llegue al final de la historia. Meg debiera haber sido el ideal de mujer: bella, amable, es la que se casa por amor, la que sacrifica su tentación materialista por un señor Brooks, tímido, pobre, pero con un decoro insuperable. Amy, bueno, Amy era insoportable. Caprichosa, vanidosa. Demasiado concreta para ser un ídolo. También es la más pragmática y la que toma las mejores decisiones. Pero claro, tomar las buenas decisiones no es un tema que importe mucho a la edad que se lee esta novela y quizás por esa razón una no simpatiza especialmente con Amy.

Josephine March tiene un nombre muy femenino, pero un diminutivo masculino: Jo. Si uno no supiera de qué está hablando, creería que se trata de un vaquero. Jo es más moderna que sus hermanas. Está ajena a las frivolidades y no le interesa si tiene o no tiene un lindo vestido para ir a la fiesta. No quiere casarse. De hecho, ni siquiera quiere enamorarse. Quiere escribir. ¿Cómo no amarla? Por su carácter explosivo, se pierde uno de sus sueños: recorrer Europa. Y por no renunciar a sus anhelos de descubrimiento, resiste tonta y tenazmente a Laurie. ¿Cómo no sentir empatía con ella? Es la chiquilla torpe y sensible que la madurez transforma en una mujer tierna y loable cuyas humanas equivocaciones no dejan heridas irreparables.

Jo es el final feliz del cuento que todas esperábamos desde nuestra infancia cuando entonces la tragedia terminaba con la doncella rescatada por el príncipe. Con la salvedad que, en el fondo, siempre supimos que el príncipe era un personaje imaginario, como las hadas, como los duendes. Un hombre que no existe en un mundo que no existe, por lo tanto, vivir sin él tiene la misma importancia que saber de pronto que no hay Viejo Pascuero. Pero Jo sí era un sueño realizable.

Y hoy, a más de dos siglos de generaciones de lectoras, me pregunto ¿cuánto de Jo alcanzamos a ser finalmente? ¿Cuánto descubrimos? ¿Renunciamos? ¿Resistimos? ¿Cuán tenazmente? ¿Cuán tontamente? Los sacrificios, las penurias, la muerte, la desilusión, nos dejaron en un desaliento que no teníamos previsto en nuestra propia trama. No consideramos que resistir a los golpes podía dejar la sensibilidad rota. Y terminamos cometiendo casi todos los errores de Jo, pero ninguno de sus aciertos. 

¿Qué nos pasó? No fue falta de coraje. Tampoco de resiliencia. Pero hay cosas que comprendimos a la inversa. Como que muchas de nuestras luchas actuales, la soledad,  la ambición personal, también podían ser una forma de pasividad. Como que la dependencia y el apego no nos hacían más vulnerables. Y la solidaridad no era sólo ese sentimiento universal de amor impersonal a la humanidad como si fuera un ente: era algo que tenía que ver con la amabilidad diaria, con las atenciones pequeñas, pero cariñosas. La consideración al otro y la demostración de afecto al que está al lado, en el puesto de al lado, la mesa de al lado, la cama de al lado. 

Y nuestras vidas terminaron siendo como el revés de un tejido: una malla perfectamente lograda; pero cuyo dibujo resultó sin ningún sentido, porque nos faltó dar vuelta la prenda para poder apreciar el resultado final y la hermosura que ese trabajo, hilado con esos puntos que tan bien supimos contar, era capaz de revelar si tan solo se miraba al derecho. 

Valeria Matus

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Del canto y del silencio



Mis tías y mi madre hicieron la primaria en el Colegio María Auxiliadora de Barracas, calle San Antonio 976. Cada una de ellas tuvo y tiene su propia imagen de lo que fueron aquellos años pupilas con las hermanas de la orden de Don Bosco. Aunque también hay recuerdos concordantes: la disciplina, una vida cotidiana encuadrada en horarios y actividades, la división de las niñas en “chiquitas, medianitas, medianas y grandes”. Al amanecer, unas campanadas y en seguida las monjas pasando por los dormitorios a la voz de “arriba los corazones”, que las niñas debían responder diciendo “ya los tenemos puestos en Dios”. El baño –pudoroso, con unos camisolines puestos–, de inmediato la misa, luego el desayuno con productos de la vecina fábrica Canale, las clases, el almuerzo con lectura incluida, después gimnasia, “labores”, horas de estudio en silencio y, al anochecer, el rezo final que incluía cada día algún responso. 

Un momento esperado era la hora de música. En la galería contigua a la iglesia, y con acompañamiento de armonio, el coro ensayaba bajo la amorosa dirección de Inés Simonetti. El repertorio era mayormente sacro, y entre las chicas cubrían todos los registros. Cantaban en latín la Misa de Réquiem, y sonaban tan bien que hasta fueron a escucharlas especialmente del Teatro Colón. Cuando los domingos recibían la visita de la familia, un joven Marucho Maestre se extasiaba con las voces de sus hermanas y, aún pasados muchos años, siguió disfrutando de los villancicos que entonaban para las Navidades. En cierta oportunidad ensayaban El Clarín del Yaguaraz, uno de los temas que Buenaventura Luna le dedicara a la gesta Sanmartiniana, y la hermana Inés insistía en que fueran más arriba en los agudos. Al finalizar, otra de las religiosas se acercó a Mónica y le dijo: “Esta canción es de tu papá”. 

Por sus travesuras, Mónica vivía sancionada: la sacaban de las clases y caminaba de ida y vuelta por la galería del piso superior. Allí la encontraba el padre Miguel Oliveri, y Moni aprovechaba para narrarle las injusticias contra ella cometidas. ¿Tanto lío por usar el pelo como bigote en la clase de bordado y hacer reír a las chicas? ¿Tanto escándalo por arrastrarse bajo las camas durante la noche y asustar a las compañeras tomándolas de las piernas? Él la absolvía siempre y si ella le manifestaba que se había quedado con hambre, Oliveri le decía: “Decile a la hermana Carmen que te dé un sándwich de lomito a las 11 de la mañana”. Moni se sentía protegida, y de algún modo lo era pues el resto de sus rebeldes amigas –las de su barra- ya habían sido expulsadas. Pero para las monjas, de la primera a la última, Mónica era “Napoleón”, pues la acusaban de preferir ser la cabeza de un ratón a la cola de un león. 

Betty no era traviesa, pero era “contestadora” y cuando veía alguna injusticia entraba en controversias. “Algo en los genes”, reflexiona hoy cuando recuerda la repetida orden de la Madre Superiora: “Baje la vista”. Pero no la bajaba y continuaba argumentando: “Yo no le falto el respeto, sólo le respondo”. La situación concluía, invariablemente, con el mote de “soberbia”, el mismo que también recibían Marta y Mónica. Salvo estos “encontrones”, el resto de los recuerdos de Betty son amables. Le gustaba ir a la campana que estaba en el límite entre los dos patios, y dar dos toques largos y uno corto. O cruzarse con la religiosa Anita, la hermana del famoso Lorenzo Maza, y decirle “ganó San Lorenzo” para alegrarle la jornada. O el día en que una amiguita se despedía del colegio y desgarrada en llanto le rogaba que se fuera con ella. En su formidable inocencia, Betty le decía: “No puedo, yo acá trabajo de pupila”.

 Sin quererlo, tal vez se refería a las labores, más precisamente a esos bordados en punto filtiré que las monjas exigían perfectos: “Si alguien se equivoca y pone el mantel al revés, no debe notarse la diferencia”. Trabajaban sobre buenos bastidores, y con los mejores materiales debían dibujar claveles con punto arenilla, y esos manteles y pañuelos con iniciales luego se vendían en la feria de Navidad. Otra exigencia era la de concurrir a misa aún en época de vacaciones, y regresar con el carnet firmado por el cura de la parroquia correspondiente. Las Maestre iban a La Redonda de Obligado y Juramento, y en el camino degustaban las melodías que se tocaban en los pianos de los viejos caserones de Belgrano. Fue uno de esos veranos que Yayi, un amigo del Marucho, se quedó prendado de Brígida, tanto que hubo noches en que fue a cantarle bajo su ventana del internado los versos del vals Un momento

 La rutina siempre igual del internado incluía la visita de mamá y los hermanos. Cada domingo, Olga Maestre tomaba el troley hasta Plaza Falucho, y ahí enganchaba el 12 que los dejaba a ella y a sus hijos menores –el Negro y Pablito– cerca del colegio. Con gran sacrificio de su parte (y salvo el día que el  bondi chocó y volcó), les llevaba dentrífico, jabones Lux, y comida y dulces ya preparados en porciones para cada una. Las chicas le retribuían destacándose en las materias. Olga se avergonzaba en la fiesta de fin de año cuando el apellido Maestre se repetía a cada rato porque las cuatro salían elegidas reinas en todas las disciplinas (y a “Napoleón” le dieron una corona de laureles). Y si las monjas se las llevaban a Uribelarrea, Marta le escribía: “En la cartita que recibí venían $3 con los que compré dulce de leche y algunas golosinas, pero aún me queda algo que creo que me bastará para el tiempo que nos queda”.

Las monjas eran rigurosas y, por ejemplo, había que reflexionar muy bien si una se había comportado lo bastante bien como para quitarle una espina al Sagrado Corazón de Jesús en su día. Y si bien no todo era monolítico y había religiosas más permisivas y bondadosas, la hermana Salvadora era bravísima y como Madre Superiora imponía la tónica. Tenía sus manías y, como también tenía su ideología, el 26 de julio de 1952 se saltó el habitual responso de difuntos. Fue entonces que Miguel Oliveri sacó los elementos necesarios de la sacristía y comenzó la misa diciendo: “Hoy ha muerto una gran mujer”. Salvadora, los brazos en jarra, se paró delante del cura pero no pudo impedir que éste hiciera una encendida alabanza de Eva Duarte. Este era el mismo padre Oliveri que siete meses antes le había escrito a Olga Maestre: “A todos, y en especial  a Usted, lleguen mis votos de prosperidad y cristiana alegría”.

Oliveri sabía que las chicas, todas ellas pero en especial las pupilas, estaban a resguardo del mundo exterior y sus complicados avatares. En sus sermones, solía insistir sobre este punto para que el encuentro con el afuera nos las tomara desprevenidas. Mi madre fue una de esas niñas que estaban como ajenas a todo. Brígida siempre conservó una zona de inocencia y de pureza, como cuando representaba a la Virgen o cuando cantaba las secretas plegarias del coro. O como si aún estuviese en la clase de bordado o en las lecturas del almuerzo, imbuida en el misticismo del silencio. Los rezos que aprendió de niña la acompañaron toda la vida, si bien se casó con un ateo militante y nunca nos inculcó ninguna creencia. Sus religiones fueron esas, el canto y el silencio. Pero también sumó, por aquello de la trinidad, el sortilegio de las palabras y los libros. Y como tuvo buenos dioses, cantó, escribió, y supo respetar el silencio.

Carlos Semorile

lunes, 15 de diciembre de 2014

Sobre la Musaranga

Acá la compañera Cándida López nos señala, por un lado, un imperdible programa dedicado a La Compañía nacional de autómatas La Musaranga ("El Refugio de la Cultura", ed. 28/05/2011) y, por otro, un texto o variación sobre un mismo tema  (para leer el texto pulse AQUÍ)


sábado, 13 de diciembre de 2014

En este lugar


En este lugar aprendí a leer, escribir, contar y amar al prójimo: todo lo que hace falta en la vida. Fue mi primera escuela, donde cursé parte de la enseñanza básica.

Creo que haber contado en otros textos la historia: en 1975, llegué a Francia desde Chile. No hablaba nada de francés. Por esa razón, decidieron colocarme en seguida en el jardín infantil. Los demás niños me conversaban y yo no entendía nada. Pero en la infancia uno se adapta rápidamente o así pareciera. Tal vez es sólo que las heridas se van a un lugar tan profundo que no molestan por un buen tiempo hasta que resurgen en terrenos insospechados y uno no comprende por qué duele ahí donde supuestamente está todo como debe ser.

El hecho es que al poco andar, esta alegre pequeña se transformó en una silenciosa, aplicada y muy tranquila alumna en la escuela de Montchapet de Dijon, Borgoña.  Creo que en el fondo mi existencia de por sí me generaba preocupación: mis abuelos se habían quedado lejos llorando nuestra ausencia, mi madre se hallaba viviendo un mal matrimonio en el cual además tenía que hacerse cargo de criar a una hija en un continente extraño, mi padre y sus fantasmas no superados lo volvieron un hombre alcohólico con violentos cambios de humor. Volverse un niño bullicioso e inquieto hubiera sido agregar una dificultad que la familia o lo que había de ella no hubiera resistido.

Entonces, en uno de esos pupitres, me dediqué a escuchar disciplinadamente al profesor (en esa época, sólo el profesor hablaba en clases) y a aprender desde el más profundo anonimato la gramática, la redacción, las ciencias naturales, la geometría. En álgebra nunca me fue muy bien y lo lamento siempre. Sería bello poder ver el mundo a través de las ecuaciones de la misma manera que puedo verlo a través de una novela, una pintura o una sonata. Pero quizás estoy pidiendo mucho y he logrado ya bastante. Porque como fuera, aún con mi ciclo adolescente igual de anónimo y silencioso, pero menos estudioso que el anterior; aún con ciertos periodos de vida adulta un tanto trastornados e incluso algunos totalmente desquiciados, esos años de formación primaria son los que me dieron los cimientos con los que pude construirme y reconstruirme después, una y otra vez. O al menos saber que esa posibilidad existía. Me entregaron esa capacidad de salir del paso razonando, de discernir entre lo que importa de lo que no importa, la lucidez para no quedarse en la oscuridad porque el mundo siempre tiene luz que ofrecer y usualmente esa luz la otorga alguien que tiende inesperada y desinteresadamente una mano en el minuto necesario, pero para que eso ocurra se debe tener suficiente claridad y gratitud con la vida para poder identificarla.

En Chile, se habla a diario de la educación de calidad, entre otras cosas. Un docente mexicano con el que me tocó conversar hace poco comentó que a él no le parecía eso de “calidad”. Primero porque “calidad” de por sí es un término industrial, que tiene que ver con productividad y procesos eficientes (obtengo lo más posible al menor costo posible). Y porque por calidad podemos entender muchas cosas. Que enseñen mucho cálculo y nada de solfeo, puede ser considerado calidad y no lo es forzosamente. O definitivamente no lo es.

La educación debe ser formadora, generadora de mentes analíticas, reflexivas, críticas, espíritus rigurosos con su propio desempeño y a la vez almas sensibles a su entorno. En suma, la educación debe ser salvadora, es el derecho a erradicar de sí mismo la condena, el abandono, el letargo, en suma, la ignorancia en toda su amplitud porque, como decía Louise Michel, la ignorancia es la calamidad de la humanidad.

Creo no equivocarme al decir que para todo ser humano, la escuela, la primera sala de clases, es un sello imborrable. Ese banco en el cual uno aprendió a escribir “mamá”, donde descubrió que dos más dos son cuatro y eso es una verdad, donde se conmovió por primera vez con un poema o se alegró con una canción, donde otro niño de otra familia, que no hablaba el mismo idioma pero que adivinó las lágrimas que se venían se acercó para prestar un pañuelo, es una metáfora del lugar que uno ocupará en su propia vida.

Y hoy, en esta era de tanta necesidad ficticia, de ambiciones virtuales, luego de haber sobrevivido a periodos de escasez y abundancia en todos los ámbitos (no en la misma proporción en todo los ámbitos, por cierto), más allá de lo que formalmente después se estudió o no se estudió, se aprendió o no se aprendió, ante cualquier vicisitud, respiro hondo, cierro los ojos y vuelvo a sentarme ahí, en mi primer pupitre, porque tengo la certeza que en ese lugar se encuentran las herramientas que permitirán continuar: leer, escribir, contar y amar al prójimo. Todo lo que hace falta.

Valeria Matus