viernes, 30 de septiembre de 2011

El árbol de Luis

Quisiera vivir en un árbol,

en la oquedad del árbol de la noche.

Me dormiría en este vientre seco,

regresando a la corteza

de la tibia quietud que me devuelve

a la tierra final de mi destino”.

Luis Oyarzún

Valdivia es una ciudad ubicada en el sur de Chile. Como en toda esa región, si no está lloviendo, está por llover. En los años 60´, podría casi haberse descrito una típica y perfecta ciudad de provincia al estilo Pleasantville (pero en el mundo real, obviamente: ni tan típica ni tan perfecta). Tenía su universidad, su correo en la Plaza, su radio, sus barrios, su paseo junto al río y su par de famosos cafés en los cuales se congregaban los habitantes a compartir un rato escapando de algún aguacero.

Pero como en las películas, la modernidad comenzó a llegar y con ella un proyecto de construcción. El Banco del Estado compró a finales de esa década un terreno en pleno centro en el cual proyectaba edificar sus nuevas oficinas. Pero los planos implicaban derribar un árbol único y centenario que se encontraba en ese mismo espacio.

Y de esto se enteró Luis Oyarzún. Luis era profesor de filosofía en la Universidad Austral, poeta y gran orador. Quienes lo conocieron creen que como él debe haber sido Sócrates. Pero también era un amante de la botánica y abogado de la Tierra. Por ello, inició una defensa de ese árbol que tal vez había visto hasta la llegada de los españoles. Realizó una campaña sin tregua a través de los medios de comunicación, sensibilizó a mucha gente hasta que finalmente consiguió que el edificio nuevo se construyera justo a un costado del tulípero.

Cada vez que voy a Valdivia, visito “el árbol de Luis”. Como si se tratara de una peregrinación. Pero cuando viajé el año pasado, tuve una grata sorpresa. El árbol estaba ahí, al final de una callecita, con la torre de la Iglesia Luterana de fondo. Al acercarme, vi que había algo más, una cosa muy pequeña y significativa: una placa. Una placa recordatoria de este académico y escritor que tanto quería a la naturaleza. Esta iniciativa había sido patrocinada por diferentes instituciones académicas y gubernamentales que tuvieron la sabiduría de ilustrar el homenaje con unos versos del mismo poeta.

Como todo detalle preciso, el hecho de encontrar esa placa fue bello, conmovedor. La historia de amor entre un hombre y un árbol. Grabada ahí para siempre. Para recordar que, más allá de la ignorancia, el olvido y la vulgaridad que vemos a diario, sí existen gestos de memoria, sí permanecen en el corazón colectivo ciertos seres humanos y sí, las ciudades pueden dejar entrever a los peatones que no todo lo que encuentran a su paso es casual y que hay rincones que parecieran no tener trascendencia, pero que no olvidan a ciertas personas, muy locales, muy de ahí, que como en la canción se fueron con “la lucha a cuestas y el alma abierta”.

Val