lunes, 26 de septiembre de 2011

Olga se cruza con “El Morocho”

En esta oportunidad, escribo sobre quien me enseñó a “evocar”, mi abuela Olga Maestre, una mujer que cultivó –al menos para nosotros, sus nietos– una amorosa memoria.

Olga Maestre está por cumplir 17 años, y sale con una de sus hermanas a dar la tradicional “vuelta” a la Plaza 25 de Mayo, pleno centro de la vieja San Juan, la de las casitas con patios, la de los “palacios de adobe”. Se llevan tomadas del brazo, como hacían las muchachas de antes, y así caminan la tarde, con sus pasos cortos y sus sueños largos. En dirección contraria, vienen conversando dos hombres. Acaban de salir de “La Cosechera” y se dirigen al “Cervantes”, o al revés, desde el teatro de José Estornell van hacia la paqueta confitería. Se nota que no son de allí: son los “artistas” que vienen de Buenos Aires, han actuado en Mendoza y, luego seguirán rumbo a Chile. Vida de músicos. Uno de ellos es un guitarrista. El otro es Carlos Gardel. Cuando se cruzan con las niñas, los señores ralentizan sus pasos para insinuar un cabeceo galante mientras acarician apenas las alas de sus sombreros. Por debajo de su chambergo, la sonrisa de Gardel es un fulgor creciente que rivaliza con el sol perpetuo de los cuyanos. Sin embargo, las chicas no se desmayan. Son muchachas provincianas, curtidas, y no están para lujos. Años más tarde, Olga me dirá: “Gardel es el hombre más hermoso que yo haya visto jamás. Los dientes perfectos. La nariz recta. Una linda altura. Fuerte. El otro no era feo tampoco. Lindo hombre. También alto. Lindo color en la cara... Lo que pasa es que los hombres son más lindos que las mujeres, sin pinturas, ni tinturas, sin afeites. No hay engaños con un hombre”. Cuando me contaba estas cosas, Olga se dejaba llevar por un zonda mínimo, imperceptible casi, pero que la envolvía entera cada vez que su tremenda memoria la ligaba a su suelo natal. Esa cálida ráfaga hacía menos dolorosas las turbulencias de una época difícil. Su hombre, un bello y recio varón recién fugado de una infame cárcel cordillerana, caminaba Buenos Aires ensayando oficios y, por esos días de julio del ´33, describía el brillo piadoso de los cirios que millares de manos cargaban en lentas procesiones” durante las exequias de don Hipólito Yrigoyen.

Carlos Semorile