Marisol fue quien me enseñó a andar en
bicicleta. Yo tenía nueve años y ella alrededor de doce. Era hija de una amiga
de mi madre y en alguna visita, me entretuvo enseñándome a andar sobre dos
ruedas. Daba vueltas en el patio, alrededor de un árbol y ella me sostenía del
asiento caminando rápido al lado mío. Horas. De repente, sin previo aviso, me
soltó y ahí me di cuenta que ya podía hacerlo sola.
Esa imagen de una niña ayudando, enseñando,
acompañando a otra, me parece hoy casi inverosímil. Es cierto que eran tiempos
más inocentes. Por ello, también menos calculadores. La actual máxima de ser
eficientes ha hecho que vemos a cada vez más personas actuar bajo el impulso de
la ganancia. Lo que puede ser positivo en niveles industriales. En un momento
de tanto derroche, desde luego que combatir el desperdicio se ha vuelto algo
imprescindible. Pero la motivación humana es otro asunto. Y aunque en la vida
solemos hacer balances e incluso concluir que salimos perdiendo, cuando nos
nace un afecto genuino, el interés es justamente lo único que no importa. De lo
contrario, no habrían existido ni los héroes, ni los santos.
¿Qué ganaba Marisol con pasar horas conmigo
mientras era yo quien se divertía con la bicicleta? Probablemente nada. Una
muchacha que tenía en su pieza posters con galanes de los 80´debe de haber
tenido mucho mejores panoramas que amenizar la tarde de una niña que aún se
conmovía con Candy. Pero los seres
generosos -que por fortuna aún existen- saben que más allá de todas las
fórmulas, existe una dimensión sensible en que dos más dos sí puede dar más que
cuatro.
Valeria Matus