lunes, 27 de noviembre de 2017

Un acto de generosidad



Marisol fue quien me enseñó a andar en bicicleta. Yo tenía nueve años y ella alrededor de doce. Era hija de una amiga de mi madre y en alguna visita, me entretuvo enseñándome a andar sobre dos ruedas. Daba vueltas en el patio, alrededor de un árbol y ella me sostenía del asiento caminando rápido al lado mío. Horas. De repente, sin previo aviso, me soltó y ahí me di cuenta que ya podía hacerlo sola. 

Esa imagen de una niña ayudando, enseñando, acompañando a otra, me parece hoy casi inverosímil. Es cierto que eran tiempos más inocentes. Por ello, también menos calculadores. La actual máxima de ser eficientes ha hecho que vemos a cada vez más personas actuar bajo el impulso de la ganancia. Lo que puede ser positivo en niveles industriales. En un momento de tanto derroche, desde luego que combatir el desperdicio se ha vuelto algo imprescindible. Pero la motivación humana es otro asunto. Y aunque en la vida solemos hacer balances e incluso concluir que salimos perdiendo, cuando nos nace un afecto genuino, el interés es justamente lo único que no importa. De lo contrario, no habrían existido ni los héroes, ni los santos. 

¿Qué ganaba Marisol con pasar horas conmigo mientras era yo quien se divertía con la bicicleta? Probablemente nada. Una muchacha que tenía en su pieza posters con galanes de los 80´debe de haber tenido mucho mejores panoramas que amenizar la tarde de una niña que aún se conmovía con Candy. Pero los seres generosos -que por fortuna aún existen- saben que más allá de todas las fórmulas, existe una dimensión sensible en que dos más dos sí puede dar más que cuatro.


Valeria Matus