viernes, 8 de diciembre de 2017

La mano de Kitty



Comparto con Carlos Semorile algunas desdichas, algunas alegrías. Se me ocurre que es sobre todo en las alegrías que nos reconocemos como amigos. Con esto quiero decir que nos ponemos contentos por cosas parecidas. Por ejemplo, Carlos tiene tíos. Yo también. Carlos los ama. Yo también. Y creo que ellos, los tíos, las tías, nos han amado. Por eso Carlos me va a perdonar (¿?) si explico que luego de cinco días de ausencia, en vez de publicar urgentemente un texto suyo que viene esperando los mismos cinco días… escribo otro y… faltando a toda ética, lo publico primero… cuando, en rigor, le tocaba el turno al suyo (¡!) Todo sea por los tíos. Al igual que Carlos, tengo varios y he hablado de algunos en este blog. Ahora se trata de una tía. Kitty. 

No voy a hacer una semblanza. Hay muchas cosas que se podrían decir de Kitty. Eso es siempre así. Nadie es solamente alguien o algo. La mayoría de las veces todos somos esto y lo otro. Un montón de cosas (lo digo así a propósito). Y como si fuera poco, contradictorias. Pero Kitty fue en un momento preciso de mi infancia, lo más parecido a un hada madrina. Alguien que volvía posibles situaciones que, sin su intervención, no hubieran sido. Se trataba de pequeñas cosas que para los niños pueden ser “todo”. En particular, cuando, por ciertas circunstancias de la vida, los papis no daban abasto. A veces esas circunstancias se llaman “vivir lejos del país de uno”. 

Kitty es francesa y durante años tuvo esa especialidad de concretar sueños miniaturas. Entiendo que no había en esto nada demasiado personal. No creo tener méritos en el asunto. Más bien esos gestos eran y siguen siendo una forma de vida que ella había elegido. Hoy Kitty vive en Santiago. Hace rato. Eso también fue una elección suya. Viajar. Irse. Quedarse. 

Por todo lo dicho anteriormente, no estuve del todo sorprendida cuando hace unos días, estando alojada en su casa en Santiago, Kitty decidió ayudarme con un tema de maleta. Resulta que había viajado de Buenos Aires a Santiago con una enorme maleta. No voy a revelar detalles sobre su contenido, pero una de las razones de semejante tamaño era la necesidad de traer libros. El día D. se hacía necesario asistir a un encuentro durante toda una jornada de trabajo, tomar la palabra para decir esto y lo otro, y una vez terminado el encuentro, partir rumbo a Valparaíso donde se seguiría trabajando durante otra jornada. ¿Qué hacer? ¿Llevar o no llevar la maleta? Kitty decidió dar una mano y propuso que me fuera a trabajar sin maleta. Ella me la llevaría durante la tarde para facilitar las cosas. 

Así fue como a las tres de la tarde de un día martes vi llegar desde lejos, con treinta grados de calor, a Kitty, impecablemente vestida, arrastrando una maleta enorme, mitad llena, mitad vacía, pero así y todo pesadita, hay que decirlo, todavía carente de libros, pero no de pensamientos. 

¿Habré hecho bien en venir? ¿Cómo saber de dónde uno puede o no puede restarse? Y esto que voy a decir en un rato, ¿tendrá algún sentido? ¿Cómo interpretar lo que dicen los demás? ¿Tal o cual participante, compañero, amigo? 

Ahí venia Kitty, sonriente.

No es muy difícil imaginar a Kitty de joven. Primero, porque sigue siendo joven. Luego porque la risa sigue igual. Espiègle. Otro día hago la traducción. 

Sucede que todo esto sucedía en un lugar algo simbólico. 

Sucede que a metros de donde estaba Kitty había una enorme escalera que decía “Exilio-Asilo”. 

Sucede que Kitty no se estaba quejando. Que me estaba ayudando, acarreando mi propia maleta para que la cabrita pudiera decir lo suyo en un encuentro sobre idas y venidas.

Sucede que ciertos días el más pequeño gesto toma la forma de una alegoría. 

La escena se llama: compte sur moi (o la mano de Kitty).

O sea, cuenta conmigo.


Cándida