martes, 16 de julio de 2019

El niño más feliz del mundo


 Antonia me había adelantado algo, pero con cierto ineludible “secretismo” y una cuota de suspenso de esas que te carcomen la curiosidad. Lo que no imaginaba para nada fue que me estuvieran esperando los nuevos libros de Papelucho, dos nuevas aventuras del precioso y singularísimo personaje creado por Marcela Paz en 1934 y que sus hijos decidieron publicar en 2017, 32 años después de la muerte de esta autora chilena.

No voy a entrar en un análisis detallado –ni mucho menos racional de ambas obras, pero tampoco puedo guardarme para mí solo algunas de las maravillosas líneas que contienen. Así, por ejemplo, en “Papelucho, Romualdo y el castillo”, nuestro héroe se cuestiona seriamente, como una suerte de Raskolnikov, pero inocente:

“Y comencé a retarme como al peor enemigo.
Nada peor que retarse… ¿Quién lo defiende a uno?
Me comencé a vestir en la oscuridad y dale que dale retándome. Tenía que partir, desparecer de muchas partes, quizás para siempre… Irme de ahí, del colegio, del país, quizás de América… partir lejos.
(…) Y mientras corría pensaba: ‘En estos casos atroces la gente de la TV toma harto trago y se emborracha. Tienes dos alternativas: entra en un bar o entra en una iglesia’. Entré a la iglesia, porque justo estaba ahí esperándome.
Era medio oscura y estaba vacía, o sea no tanto, porque ahí estaba Jesús.
(…) ‘Dios, siempre me creo culpable y no tengo remedio. Es como un mal de nacimiento’.
‘Consuélame, Dios, Dime algo, ¿quieres?’.
Y me quedé escuchando en mi dentror.
(…) Sentí un ‘SÍ’ en mi dentror y me corrió por el espinazo y hasta me puso peludo de feliz. Yo me senté en el banco dando gracias, cansado pero liviano. Entonces me bajó sueño y creo que me dormí”.

El otro libro póstumo, “Adiós planeta”, arranca con una de las clásicas declaraciones de propósitos de Papelucho, lo que no quiere decir que necesariamente los cumpla sino que forman parte de su desbocado imaginario de niño solidario que, literalmente, caiga quien caiga y cueste lo que cueste, quiere ayudar a los demás:

“En estas vacaciones quiero ser periodista. Aunque quizás después decida ser astronauta. O tal vez presidente mundial de perros, ballenas y elefantes…
(…) Lo bueno de Urquieta (su amigo) es que cuando él no piensa, es reflector. O sea capta.
Oye –me dijo cuando llegábamos a su casa-, ¿tú eres noticia o periodista?
-Trato de averiguarlo, pero quería ser periodista…
-¿Por qué periodista? –me miró raro.
-Porque los periodistas están en todas partes, ¡y eso me gusta!
-¡Tú querís ser Dios! –le dio rabia.
-Quiero imitarlo un poco. Cuando uno es periodista y está en todas parte, puede ayudar a la gente”.

Días atrás, mi compañera me preguntó cómo hacía de niño para concitar la atención y conseguir los mimos de mi abuela Olga Maestre, la persona que me introdujo en “el dentror” de Papelucho y, a través de sus historias, en la apariencia silente del mundo de los libros. La pregunta me tomó de sorpresa y, sin querer, me emocioné porque advertí que nunca necesité realizar ningún prodigio para vivir en el amor de esa mujer extraordinaria. Y desde ayer ando como alucinado con los nuevos libros de Papelucho que Antonia –muy amorosamente me regaló. Leyéndolos, he vuelto a ser el niño más feliz del mundo.

 
Carlos Semorile