lunes, 1 de julio de 2019

Jaime Torres, el arte de convocar


Teatro Ópera - 20/06/2019 - Foto publicada por AM 1050

Hace unos días, el 20 de junio, se realizó en el teatro Ópera una ofrenda musical a Jaime Torres. Como lo precisaron los textos que anunciaron el evento, participaban sus hijos, sus músicos, sus amigos músicos. No todos por supuesto. Los amigos de Jaime, incluso acotando a los músicos, son inabarcables. Como inabarcable es también Jaime. Uno se da cuenta ni bien se trata de poner en palabras lo que sea que tenga que ver con él. Es bueno intentarlo, sin embargo. 

En los días previos al encuentro hubo notas, entrevistas, preguntas. Una de las preguntas recurrentes remitía al legado. “¿Cuál sería para vos el legado de Jaime?” Cuando le hicieron esta pregunta al Tata Cedrón, la respuesta fue escueta. Habló del amor de Jaime por el charango. Habló también de la lealtad hacia este instrumento. El Tata Cedrón trabaja con las palabras desde hace 60 años. Quizás sea por eso que puede ser preciso. Ir a la esencia. No necesita rellenar. No está entre nosotros para rellenar. Dijo: lealtad. Pero esa palabra no se difundió. Se difundieron otras, que también dijo. Ocurre que eso es un bien preciado. La lealtad, tal como la encarna Jaime. 

La ofrenda del 20 de junio fue un acontecimiento masivo, único e irrepetible. Todos los que estuvimos presentes lo pudimos apreciar. Como también pudimos apreciar que esta ofrenda era también un regalo que la familia de Jaime, sus músicos y sus amigos músicos, nos brindaban a nosotros. Los del público. Los que todavía no podemos creer lo que nos pasó. Los inconsolables. Los que no nos resignamos a vivir sin Jaime y por eso, si nos dicen que vayamos, vamos, concurrimos, llenamos el teatro Ópera con nuestra pena, con nuestra alegría, con nuestro agradecimiento, todo eso junto. Con tanto amor. Eso es lo que nos ofreció el escenario de un artista a otro. Cada cual a su manera. Cada cual desde lo más profundo de su persona. 

Era un espectro amplio el que presentó ese escenario*. Tan amplio que quien no hubiera sabido nada de Jaime, quien hubiese llegado ahí por error, por casualidad, o llevado por algún amigo, hubiera podido entender algo de su esencia. Su dicha de compartir con los demás. Su reconocimiento hacia el trabajo de los demás. Su forma de acercarse a los que se parecían a él… y a los que no. Su forma de mirar a los más jóvenes, de sonreírles, de incorporarlos. Su complicidad con los amigos. Su respeto hacia sus propios maestros. 

Un pequeño paréntesis que –me parece– tiene que ver con lo que se vivió esa noche. Hace más de 40 años, Jaime Torres, siempre junto a Elba, junto a su familia, sus amigos, inició en Humahuaca una aventura llamada Tantanakuy. Un encuentro. Un tipo de encuentro alrededor de la música. Sobre los inicios de esta aventura, se expresó en un libro donde relata que, tras haber celebrado el Carnaval en la Quebrada, allá por el año 1973, pensó lo siguiente:

Éramos poquitos, es cierto. Con los amigos que yo había llevado, los músicos no llegábamos a diez. Entonces esa era la cuestión que no cerraba del todo. Cómo algo tan hermoso no convocaba a todos. […] Conociéndome como me conocía, y sabiendo que no me iba a quedar quieto [mi padre] me preguntó: “¿Y vos qué pensás?” “Yo creo –le respondí– que hay que convocar a toda la gente de los alrededores y acompañarlos para que vivan con inmensa alegría ese sentido de fiesta que se irá perdiendo si no hacemos nada”. Esa fue –lo recuerdo claramente– la primera conclusión que imaginé como preludio de lo que un año después se transformaría en el Tantanakuy. Estaba obsesionado por encontrarle la vuelta al asunto. Estando en casa murmuraba para mí, junto al oído atento de mi padre, “quizás podamos reunirnos con más gente en una de esas casas antiguas, con esos fondos tan bellos que todavía quedan, o pensar en algo más grande con gente que sienta el mismo impulso; ocupar los espacios…” […] De manera que nos arremangamos y fuimos poniendo en marcha un plan, por así llamarlo que consistía en hacer algo como resucitar a quien amamos. La cuestión era cómo. ¿Podríamos hacer una fiesta en las escalinatas de un monumento? ¿Se podría convocar a todos; cuál era la mejor forma de hacerlo? ¿Qué estábamos dispuestos a hacer y qué cosas no haríamos?**.

El Tantanakuy se hizo realidad en el año 1975. Y desde entonces ha venido realizándose año tras año, con las dificultades que cualquier persona que viva en el planeta Tierra, en particular en Argentina, puede imaginarse. A principios de los 80, se sumó al encuentro una edición infantil y juvenil, gracias a la cual varias generaciones de niños han podido conocer y celebrar su cultura. Es una obra invaluable. Una obra hecha a contramano, que ocasionalmente da lugar a una nota o un reportaje. No es poco y se agradece, pero uno no puede dejar de pensar que haría falta más. Una mayor conciencia de la importancia que esto tiene: la capacidad de hacer, de cumplir, de realizar, la capacidad de forjar lazos, de sumar voluntades, de ir detrás de un objetivo, lograrlo y sostenerlo por más de cuarenta años bajo las coyunturas más diversas y adversas. Por ende, una reflexión también sobre cómo puede ser que algunos puedan tanto con tan poco y viceversa… 

Sea como sea, teniendo en mente las palabras de Jaime, durante esa noche de ofrenda, lo soñado y realizado a lo largo de una vida irradiaba. Los que estábamos ahí, éramos muchos. Éramos un mundo de gente que salió de sus casas para decir “presente”. Entre ellos, gente que hace el Tantanakuy y gente que de una u otra manera ha participado. Gente que hoy es adulta y que tuvo la suerte de ser niño con Jaime. Niños que corretearon por los Tantanakuy, que se conocieron en un Tantanakuy, que se enamoraron en un Tantanakuy. Gente que creció, que envejeció, de un Tantanakuy a otro. Por eso, gente de todas las edades y de distintos horizontes. Todos convocados por Jaime. 

Esa noche, el teatro Ópera lucía como un inmenso Tantanakuy y casi se podía tener la ilusión de que si levantábamos los ojos veríamos las estrellas. Y también la ilusión de que Jaime estaba ahí. Porque nunca se trató de otra cosa sino de eso. De resucitar a quien amamos. O como cantó el Tata esa noche: nunca jamás se abandona, lo que llorando se deja.

Y por eso, también, el encuentro del 20 de junio fue tan importante, porque uno pudo dar rienda suelta al llanto, tomar la medida de lo que perdimos el 24 de diciembre de 2018. Pero sin que esto implique despedidas. Y es que a Jaime no lo podemos despedir. Por el contrario, necesitamos convocarlo día a día, necesitamos de su arte para realizar lo que nos importa, para saber lo que sí… y para saber lo que no… Para redescubrir, en los mejores y en los peores momentos, esa maravilla que es el fin y el medio: estar juntos. Genuinamente juntos. A la manera de Jaime. Con amor. Con lealtad.


AGC


* La dirección musical de la ofrenda estuvo a cargo de Rubén “Mono” Izarrualde. Participaron los músicos del grupo estable de Jaime: Goyo Álvarez (guitarra), Federico Siciliano (piano-acordeón-guitarrón), Javier Sepúlveda (cuatro - quenas), Sergio Lobo (percusión y danza), Jorge Gordillo (violín y viola), Hernán Pagola (quenas y sikus). Y también: Rodolfo “Coya” Ruiz (charango), Susanna Moncayo (voz), Adriana Lubiz (charango), Melania Pérez (voz), Bruno Arias (voz), Florencia Dávalos (voz), Perla Argentina Aguirre (voz), Carolina Peleritti (voz), Juan “Tata” Cedrón (guitarra y voz), Jairo (voz), Juan Cruz Torres (charango), Charo Bogarín (voz), Manuela Torres (voz y baile), Gustavo Cordera (voz), Tukuta Gordillo (voz), Fortunato Ramos (acordeón), Lucas Gordillo (charango), Claudia Torres con su grupo de danza. Además de Tute y Aldana Loiseau, Ricardo Acebal, entre otros.

** El libro citado es: Jaime Torres. Ecos y sones de nuestra tierra, de Luis Sznaiberg, Buenos Aires, Garantizar SGR (Colección: Maestros, artífices y hacedores), 2004, pp. 63-64.