“Cuando el hombre logró ponerle pedales a su propio equilibrio, inventó la bicicleta”, escribió García Márquez hace más de 70 años y sigue siendo la mejor definición sobre el génesis de uno de los artefactos más lindos del mundo. Junto con los libros y las mochilas, las bicis tienen la virtud de ponernos en situación de viaje porque, por más que el traslado sea breve, resulta difícil pensar en que el/la ciclista esté tomado/a por cualquier tipo de humor espeso.
Así como la natación aliviana la densidad corpórea, al bicicletear nos liberamos de ciertas adherencias viscosas que nos acompañan mientras no pedaleamos. Inclusive hay una felicidad anticipada desde el momento en que nos montamos en la bici, como si ya sintiéramos los armónicos placeres de un movimiento que tiene mucho de musical: hay ciclistas chopinianos –mis preferidas/os-, los hay mozartianos, están los valseados, los canyengues, los rolingas y tantos más.
Lo que no hay es especímenes sordos al silbido melodioso de su propia dicha ciclista. Esto forma parte del prodigio de haberle puesto pedales al equilibrio, y emparenta a los amantes de la bici con los mochileros y los lectores en el sentido de que es raro verlos ofuscados. Más bien sucede que en los tres casos las contrariedades llegan de afuera: los ruidos que dificultan la lectura, las complicaciones que el mundo burocrático suele imponerle a quienes portan mochilas, y los pinchazos que cada tanto afectan a los ciclistas. Para estos últimos, el caso más grave es –sin dudas– el afano de la bici amada, cuya pérdida se vive como angustiosa y súbita orfandad.
No hay ocasión más triste para visitar el templo –la bicicletería– que cuando acudimos a ella para procurarnos una nueva bici que reemplace la que nos fue hurtada. Es muy probable que antes de ese día nos dé alcance la bondadosa solidaridad del amigo fiel que trae la que él tenía arrumbada en un garage por falta de uso. Aún así, el encuentro con el bicicletero es parte del trabajo de duelo que fuimos postergando: ¿cuál elegir, la que más nos gusta o mejor una que no genere tentación?
Juntados los mangos y superado el trance, viene toda esa etapa de adaptación no exenta de trastornos –chirridos nuevos, el asiento no tiene la altura adecuada, los cambios pasan con cierto esfuerzo–, todo lo cual nos pone al borde de la lírica de la nostalgia. Sin embargo, ya estamos pedaleando de nuevo y ello nos va sintonizando con nuestro latir ciclista y con esa sinfonía que sólo escuchamos al bicicletear.
Andar en bici es una de las tantas maneras de transitar por la vida, un particular estado de ánimo que hasta resulta contagioso cuando lo vemos en las películas. Cada quien elegirá la escena ciclista que más le cuadre: sin descartar otros recortes, en mi caso haría un compilado con las de Nina Hoss, la actriz que acaso más fotogramas haya pedaleado.
Es por eso que nos regalan bicis o las regalamos, que las subimos en los andenes urbanos o las despachamos para reencontrarnos con ellas en un balneario… ¡Si hasta llegamos a comprarnos una “playera” en plena abstinencia veraniega! Y por favor no me digan que mejor es caminar o trotar, o cualquier otra chapucería al uso entre los cultores del bienestar físico. La bici es otra vaina: es tan espiritual como bailar con la propia sombra, y volver a decir cada vez: ¡Avanti, Morocha!
Carlos Semorile