Hace ya muchos años, un amigo me hizo notar lo lindo que era decir en castellano “yo te espero”. Te espero. En su idioma se decía diferente. Y según él en esto de esperar a alguien –que no es cualquiera– se jugaban bellas ilusiones. Yo te espero. Confío en que vendrás. Me había olvidado de esos intercambios y otro amigo me los hizo recordar. Este amigo es un hombre paciente, risueño, de gran ternura, y vive de cara al mar. Se mudó hace poco y suele frecuentar un puestito al aire libre donde sirven bebidas y algo de comer. Sándwiches sobre todo. Incluso una variedad que disfrutamos mucho los chilenos. Una variedad que a su vez admite muchas posibilidades. Cada cual tiene sus preferencias y pide su “sanguchito” así o asá. Hace poco este amigo se dio por enterado de mis preferencias en este terreno tan importante que tiene que ver con las cosas que nos son inaccesibles cuando estamos lejos. Lejos de ese mar. (Cerca de otro). El asunto es que, desde entonces, mi amigo tomó la decisión de pedir ese sanguchito tal como lo pediría yo si estuviera ahí. Tal o cual día, el amigo pide el sándwich y la bebida con la que suelo acompañarlo. Espera. Espera a que yo llegue. Como no llego… a veces no queda más remedio… Se come el sanguchito. Lo que no es traición porque yo ya sé a qué atenerme. De vez en cuando recibo un mensajito: “te esperé”. A mí me gusta la imagen de este amigo sentado frente al mar esperando a una amiga con el sanguchito frente a la silla vacía. Él no se hace problema. “Algún día vendrás”. Y yo le agradezco la esperanza.
Antonia