domingo, 31 de agosto de 2025

Iansa y el colibrí

 

Iansa, nuestra amiga, nada sabía del colibrí cuando escribió esa carta a fines del año 2023, tampoco sabía otras cosas que acababan de suceder, ambas nos habíamos concentrado en una pequeña parte de nuestros quehaceres. La frase estaba ahí aunque dicha en francés: “¡hay que creer entonces en la acción del colibrí...!” La retomé en mi respuesta. Pero no la entendí. No cabalmente. No vi con claridad la sonrisa que habrá tenido Iansa al escribir esas palabras habiendo reflexionado a sus quehaceres y los míos, y a la desazón que ciertos días la habitaba. Hoy al releer ese intercambio me sorprendió la frase como si la leyera por primera vez. Quise saber si esa exclamación de Iansa era una expresión francesa que yo no conocía. Y era sí una expresión pero también una leyenda no de Francia sino de nuestras tierras. Y dice así. 

Cuenta la leyenda que un día se produjo un gran incendio en un bosque. Todos los animales, aterrorizados y consternados, observaban impotentes el desastre. Solo el pequeño colibrí se movía con rapidez, recogiendo unas gotas con el pico para echarlas sobre el fuego. Después de un rato, el armadillo, molesto por su insignificante esfuerzo, le dijo: «¡Colibrí! ¿No estás loco? ¡No vas a apagar el fuego con esas gotas de agua!». Y el colibrí le respondió: «Lo sé, pero estoy haciendo mi parte».

Podría haber copiado la leyenda y punto pero las cosas no nos caen exactamente del cielo. De muchas correspondencias están hechas nuestras vidas. Nuestros pequeños saberes. Como retazos de algún traje de Arlequín, así igualito nos llevamos, y en tal o cual circunstancia me envuelvo toda en tal amiga o amigo. Palabritas y silencios de personas que nos habitan, en compañía de quienes hemos sido y seguiremos siendo los que somos. Y nada más.

 

Antonia

jueves, 31 de julio de 2025

El corazón de lo real

 

Hace unas semanas leí que habían traducido otro trabajo de la estadounidense Jane Lazarre, que es la autora del que a mi entender es el mejor libro que se haya escrito acerca de la maternidad, “El nudo materno”. En este caso se trata de un trabajo que reúne una conferencia que dio en Barcelona en 2008 y un ensayo de 2022 que da título al libro, “Una escritora en el tiempo”, que sigue siendo “la hija del comunista”, blanca y judía, que se casó con un hombre negro y tuvo dos hijos negros.

Su planteo acerca de la constitutiva ambivalencia de ser madre es una idea emancipatoria porque cuestiona todos los mandatos que atraviesan a las mujeres que, desde el momento en que se convierten en madres, cargan con ellos lo sepan o no. Además, como descubrí hace poco en unos videos de iutú, Lazarre es muy simpática y una gran conversadora de esas que no se guardan nada y que en su generosidad recomienda leer ciertos libros, ciertas autoras y autores. 

Fue así que llegué a la para mí desconocida Jeanette Winterson y a su libro “¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?”, frase con la que su madre de adopción pretendía reconducirla al camino recto de su desoladora visión del mundo. Cuando la inglesa Jeanette abordó por primera vez el vínculo que mantuvo con la señora Winterson, lo trabajó como una novela –“Las naranjas no son la única fruta”- que la consagró como escritora y sobre la que luego la BBC hizo una miniserie.

Tuvieron que pasar 25 años, y varios dolorosos aprendizajes acerca de la necesidad de ser amada y de aprender a amar, para que Jeanette Winterson escribiera estas memorias que, al igual que Lazarre, tampoco se guardan nada. Se trata de un libro extraordinario en el más cabal sentido de la palabra: mientras su madre adoptiva bregaba por condenarla a lo establecido, Jeanette descubrió, a través de la lectura, que había otros mundos disponibles. Luego, claro, necesitó escribir.

Al pergeñar estas líneas me obligo a ejercitar la cautela para no revelar más que lo estrictamente necesario a quienes se decidan a leerlo. Pero no puedo dejar de mencionar una cita que ella hace de Mircea Eliade, cuando “en una frase encantadora llama al hogar ‘el corazón de lo real’”. Porque sólo el coraje de esta mujer insumisa pudo obrar el milagro de hacer que, narrando años de desdicha programada, sintamos que nos invita a habitar un hogar donde palpita “el corazón de lo real”.

 

Carlos Semorile

domingo, 13 de abril de 2025

Estar emocionados

 

De entre las muchas cosas que me gustan de mi amigo y tocayo Carlos, una que sintetiza varias otras es su manera apasionada de estar en el mundo. Carlos Ernesto –tal su nombre completo– es, por ello mismo, un hombre de excesos: en el amor, en la amistad, en las charlas llevadas a veces hasta la polémica laberíntica, en su gusto por el morfi y por el chupi, y también en su piedad política que retorna siempre como una de las variantes de una sensibilidad que no todos le quieren admitir.

Ayer mismo él me recordaba alguna charla que tuvimos respecto del tema de ser hombres sensibles que, para reconocernos como tales, debimos eludir aquel mandato patriarcal que aún estaba vigente cuando éramos niños a mediados de los años ´60 del siglo pasado: “los hombres no lloran”. Y aquí debo agregar que siendo Carlos Ernesto –como lo llamaba su mamá Yolanda– un tipo guapo, lo es mucho más cuando sus ojos se le humedecen y la emoción aflora plena en su rostro viril.

Pero además resulta que tiene una hija a la que adora, y cuya sensibilidad –heredada, pero también muy propia de ella– no pocas veces la puso en los bretes típicos de un presente hostil para con la diferencia. De esos episodios, y de otros que no vienen al caso pero que han sido igual o peor de bravos, nuestra sobrina debió acorazarse y endurecerse, dejando a un lado ese aspecto suyo que la inclina hacia el arte, y también hacia el semejante que padece sin los amparos de los privilegiados.

Éste fue, según me cuenta su padre, el meollo de una de las últimas “grandes charlas” (ya dijimos de qué entusiasta manera nuestro amigo las valora, y esto se debe a que las necesita como el aire que respira) que mantuvieron y que él rescata como un gran paso adelante para que la joven se reconozca en sus emociones más genuinas, esas que no están atravesadas por los prejuicios individualistas de ese egoísmo brutal que pretende que seamos cada vez menos hermanos en lo humano.

Carlos Ernesto cree que si lo pongo por escrito su sensible hija lo entenderá mejor que de su boca. Pienso que con su ejemplo alcanza porque, como dice el Tata, “estar en el mundo es estar emocionados”.

 

Carlos Semorile

 

martes, 17 de diciembre de 2024

Cualidades de la tiza - Circular La Vereda


 

A lo largo de doce meses de encuentros en el barrio y de frecuentación de la pared azul, hemos aprendido muchas cosas. Una de ellas tiene que ver con un arte popular muy arraigado en Argentina: buscar la vuelta. Buscarle la vuelta a prácticamente todas las cosas.

La CIRCULAR LA VEREDA nace así. Como un intento de persistir en el espacio público de una manera que se parezca a quienes la hacemos. Es decir que sea reflejo de lo que venimos a proponer, reflejo de aspiraciones que peligran por el avance, en la sociedad, de otras formas de hacer y de pensar que resultan avasallantes y ponen en peligro lo único que quizás debiera ser sagrado: la relación con el otro. El cuidado. La vida, decíamos el otro día. La vida: porque eso es lo que está en riesgo, por ejemplo cuando se acepta como inevitable la extrema pobreza, el abandono de los seres humanos a su suerte, la falta de cuidado que se ha vuelto hace mucho pandémica, aunque no se nombre así, y aunque no se le responda como debería ser si, de verdad, a nivel planetario importara salvar vidas. 

 

Cada una de nosotras, miembros de la Circular, tiene sus distintos espacios donde puede expresar éstas, y también muchas otras ideas. Lo bueno es que además coincidimos aquí. Frente al muro. Y frente a ese muro elegimos tender un puente para crear formas de expresión artesanales y colectivas desde algunas de nuestras aspiraciones. Así nos hemos ido conociendo: desde las aspiraciones, los sueños, los anhelos. Y conociendo a quienes han tenido la buena voluntad de colaborar con este espacio, aportando respuestas a nuestras preguntas. ¡Les estamos agradecidas! 

 

En este camino, de una etapa a otra, también hemos ido conociendo a otras personas que, por algún motivo, han considerado necesario arrancar de la pared algunos de nuestros mensajes… Incluyendo esperanzas que eran tuyas, mías, nuestras… Se rompieron esperanzas y se rompieron palabras sueltas que resuenan unas con otras y que quedaron algún día en la vereda, literalmente a la intemperie. A esas personas, que también conocimos, hoy las podemos llamar por su nombre. Ellas son: Intolerancia e Idiotez.

Intolerancia e Idiotez han creído su deber arrancar, despegar, romper mensajes. Y esto que se venía haciendo con tal o cual afiche, en noviembre, tras haber pegado el amoroso mensaje de La Boétie, sobre fraternidad, generó un cuasi vaciamiento de la pared azul… Es poco probable que Intolerancia e Idiotez lean estas líneas, pero si aparecen por aquí les decimos: todo es una oportunidad, y aunque sea doloroso, a veces también lo es la ignominia. Porque, determinadas a completar las doce intervenciones que nos propusimos, nos pusimos a pensar y redescubrimos… las cualidades de la tiza. Sí, las cualidades de la tiza…

La humilde tiza… La persistente tiza… La tiza no se arranca, no se rompe, no se despega. Cierto es que se puede borrar y quizás pronto veamos a Intolerancia e Idiotez, pañito o esponja en mano, y métale a borrar… creyendo que esto es… de superficie… No lo es.

Y así, nosotras, en estos días, nos sentimos un poco tiza y muy tozudamente, muy porfiadamente renovamos nuestra pregunta de noviembre: “Para vos, ¿qué es la libertad?”

Si ustedes quieren (¿quieren?) con sus respuesta se hará un último afiche colectivo, cerrando un ciclo de aprendizajes… valga la redundancia… circulares. Gracias. 




* el conjunto de los mensajes pueden verse en el IG @circularlavereda

 


sábado, 7 de diciembre de 2024

¿Qué signo lleva el amor?

La curiosidad de los lectores se parece a la de los viajeros en que no tienen límites, aunque las dos escenas siempre arrancan y terminan en algún punto. Las primeras páginas de un libro nos suelen confrontar, lo mismo que el inicio de un viaje que se proponga eludir los itinerarios más transitados, con un pensar extranjero para lo que es nuestra manera habitual de mirar las cosas. El final de ambos recorridos, es inexorable, nos aleja o nos hermana con otra concepción del mundo.

Ayer terminé de leer un relato bastante difícil de seguir pese a que el hilo narrativo sigue la cronología de una biografía. Hasta acá, ninguna sorpresa: cada nueva obra que uno aborda implica decodificar el modo en que su narrador o narradora dispuso los elementos, y qué buscó transmitir con ese ensamble en particular. Además, el texto incluye un ensayo del biografiado donde éste condena aspectos de nuestra historia reciente que merecen una ponderación más ecuánime, no tan brutal.

Desde luego que este estudio, en lo que a mí respecta, está destinado a la librería de viejo donde suelo canjear emboles por deleites. En la otra punta del espectro, hoy concluí la lectura de “Periodistán: un argentino en la ruta de la seda”, de Fernando Duclos, un libro que no me voy a cansar de regalar a todas aquellas almas afines con la idea de que la trashumancia es una experiencia donde el conocimiento de la otredad no enjuicia, sino que se cuestiona a sí mismo para comprender.

La sola mención de los países que recorrió Duclos ya nos habla de regiones de las que, en el mejor de los casos, poco y nada sabemos, o sobre las cuales tenemos una visión que los medios distorsionan con alevosía: Transnistria y Moldavia, Kosovo, Turquía, Georgia, Rusia y Ucrania, Osetia y Chechenia, Daguestán, Uzbekistán, Afganistán, Kirguistán e Irán, por nombrar sólo las que figuran en el índice. Es el viaje de un mochilero, pero también el de un lector y el de un cronista.

Esto provoca que ningún lugar sea evidente por sí mismo: hay todo un caudal de lecturas que traspasan las postales más superficiales de cada nación, y hace que sus crónicas estén enfocadas en las vivencias de los pueblos y en la cultura profunda de sus gentes. Las problemáticas son tan diversas como diferentes son las situaciones que atraviesan sus vidas sea en el campo o en la ciudad, en contextos más desahogados o más apremiantes, bajo el signo de una religión u otra.

Sucede también que la relación que Duclos va haciendo de cada tramo de su viaje tiene como centro a las personas de carne y hueso con las que compartió comidas, ceremonias, descubrimientos, aventuras, canciones y emociones, y que por regla general lo cobijaron de la forma más hospitalaria, y de igual modo lo alimentaron y lo sumaron temporariamente a ese núcleo originario que en cualquier parte del mundo solemos llamar “los nuestros”, sean familia o amigos: 

“Me cuesta decir si existe en el humano algo similar a la esencia. Pero sí creo que todas las personas podemos ser equiparadas en algo: estamos hechos de nuestros pasados y buscamos mejorar nuestros futuros. Diferimos –desde ya- en las formas que usamos, pero la búsqueda nos iguala. Y eso es lo más lindo que me queda del recorrido: la sensación de haber encontrado un montón de “iguales” en todos los rincones del planeta”.

Apenas un poco más arriba de este párrafo, dice Duclos: “No soy historiador ni hablo desde un lugar académico, pero me encantan las historias porque creo que son democráticas: todos las tenemos y podemos compartirlas, dejar que otros se las apropien. Sólo hace falta pensar en nuestros apellidos: detrás de cada uno existe un pasado hecho de movimiento, migraciones, viajes, encuentros, soledades, causas y azares”.

Este último guiño nos permite volver a citar a Silvio para postular que en cada viaje y cada libro salimos a buscar qué signo lleva el amor.

 

Carlos Semorile