lunes, 6 de agosto de 2018

La mujer que hablaba sola para no olvidar


Es una historia real, pero para no caer en personalizaciones, digamos sólo que se llama S. y tiene apellido indígena. Lleva muchos años como profesora de su lengua originaria y es una sabia autodidacta. Sin embargo, el recorrido para llegar hasta el reconocimiento que tiene hoy le tomó casi toda una vida de silenciosa persistencia. 

S. es nativa de su idioma y es el único que manejó durante sus primeros años, hasta que tuvo que ir al colegio. En la escuela, aprendió el de los colonizadores. Pero también le dijeron que de ahí en adelante, tenía prohibido cualquier otro lenguaje. Si lo hacía, los profesores la reprendían. También otros niños –los nacionales- se burlaban de ella. Cuenta –con una capacidad narrativa extraordinaria- que no quería obedecer a esa instrucción. Además, le preocupaba cómo iría a conversar con su madre, con sus abuelos, si ellos no conocían otra manera de comunicarse. A esa corta edad inició entonces lo que fue su motivo de existencia: recordar su lengua materna. 

De pequeña, motivaba a sus pares a hacer lo mismo, aunque fuera a escondidas, despacio, durante los recreos. “Que los inspectores no se den cuenta” les decía. De más grande, se volvió más difícil. Muchos comenzaron a preferir seguir las normas. “No querían ser discriminados”, afirma. Las cosas se tornaron más violentas. Su empecinamiento le costó fuertes riñas con los compañeros. Incluso algunos le pegaron, aunque menciona que ella también más de una vez golpeó a algunos. 

A los 15 años se mudó a la capital. Sin conocer a nadie. Alguien le dijo que sus coterráneos se reunían en algún parque. Acudió al lugar, se encontró con ellos, conversó. Pero al igual que en el colegio, querían charlar en la lengua institucional. Fue un par de veces más y no regresó. No tenía sentido hacerlo. Pero le surgió entonces una angustia: ¿cómo hacer para mantener lo que sabía si no tenía con quién practicar? Entonces, se le ocurrió: “bueno, si no tengo con quién hablar, hablaré sola”. Y así lo hizo por años, por décadas. Se narraba a sí misma historias, recuerdos, platicaba con personajes imaginarios, de modo que pudiera hacerse preguntas y responderse. 

Pasó mucho tiempo y la marginación comenzó a flexibilizarse. No del todo, un poco, ínfimamente, pero muchas personas se fueron interesando en la cultura de S. Entonces, ella decidió que ahora iría a enseñar. No había estudiado, no tenía idea de gramática, no conocía herramientas pedagógicas. Las buscó. Por su cuenta. Se informó, se instruyó. Y se puso a dar clases. Hoy imparte muchos talleres. Mucha gente se inscribe actualmente en sus cursos, incluido extranjeros. Aunque quisiera tener más alumnos de su misma etnia, está muy feliz con lo que ha logrado. 

Sin duda alguna, lo que comparte S. demuestra infinitas sensibilidad y sabiduría. Pero cuando la escuché –pausada, armoniosa, cálida- sentí haber encontrado por fin una revelación a una interrogante que nos ronda a muchos hoy en día: ¿se puede luchar sola? La respuesta es sí. Y la lucha toma a veces una forma tan sencilla como resistirse a olvidar. Porque puede llegar el día en que alguien, muchos, quizás la humanidad, quiera intentarlo de nuevo, y ¿a quién va a acudir si una misma se dejó vencer y fue quien se hizo cómplice de enterrar?


Valeria Matus