domingo, 8 de enero de 2023

El homenaje


Cuando todos partieron al homenaje, no sin antes preguntarle una vez más si quería ir, les dijo que no, que no se preocuparan, que se iba a quedar con el niño. Prefiero quedarme aquí. ¿En casita? preguntó la tía, con ese tono que usaba cada vez que ejercía de maestra marcando las faltas ajenas al margen y en rojo. De ahí quizás las manchas en su cara y en su cuello. Hoy tocaba así. ¿Quién sabe? Mañana tocaría distinto. Pero no le contestó. Besito, besito y adiós. Luego jugó un buen rato con el niño, tomaron once, y ahora, ya cansado o aburrido, le estaba pidiendo un cuento. ¿Qué cuento? Oye Iván, yo no sé contar cuentos. Aparte, no tenía ganas. Le ofreció ver monitos. No quiero monoooo, decía el niño con voz llorosa. Hasta que algo le llamó la atención, unas miniaturas en un estante del comedor, y se olvidó del cuento.

Salió al patio y se sentó.

Era un patio pequeño, de baldosas rojas, que tenía en uno de sus bordes una franja de tierra donde su madre había plantado pensamientos y los cuidaba con esmero.

Volvió a la conversación de esos días. ¿Por qué había que homenajear a la muerte? La pregunta estaba dirigida a su madre pero era su tía la que había respondido. A la muerte no, no seas tonta, a los muertos. Ya, ¿pero por qué? ¿Lo haces a propósito? No. ¿Cómo vas a decir eso? Pero si ninguno de ellos eligió morir. Claro que no, por eso mismo, porque los mataron y porque los negaron, ya sabes que los negaron. Sí, pero no sabemos si los mataron. ¿Cómo que no sabemos? Sabemos pero no sabemos. Y ahí había quedado la cuestión. Toda enredada.

Los ojos puestos en la pared de ladrillo vio pasar a su madre. Años atrás. En bicicleta. Vestido blanco de flores azul oscuro. La misma madre leyéndole cuentos. Todas las noches, antes de dormir. Salvo una. La noche en que leyó él. Ese señor que desde hacía un tiempo vivía con ellas. Ese señor al que conocía con tres nombres diferentes y que resultó ser su padre. ¿Podía haberlo intuido esa noche? ¿Podía haber tenido la sospecha de que ese hombre era su padre? Lo recordaba con un chocolate en la mano y la propuesta de leer, algo tímido, como diciendo si tú quieres, yo te leo, y ella, después de pensarlo un poquito, le había dicho que sí. Inaugurando ambos y sin más ceremonia lo que iban a ser. Padre e hija para toda la vida. Y casi se podía decir que había habido suerte. Nadie estaba a salvo pero había vida.

Pensó en su tío. Su tío con voz gruesa y con cara de malo. Solo ella sabía que era bueno. Mucho tiempo tuvo esa creencia de que solo ella sabía que era bueno. Por los paseos. Los paseos de la mano y los relatos. Porque su tío conocía piratas muy peligrosos. Así le dijo una vez o parecido cuando el paseo fue hasta la playa, y la hizo mirar con mucha atención, con muchísima atención algo que no podía ver porque era de noche. Y la noche, al igual que el mar, era inmensa y se podía recorrer sin descanso. Sin miedo. El tío le había contado aquella historia acerca de un ataque al sol. Unos maleantes una vez se propusieron robárselo y lo esperaron, en barcas, en el lugar donde el sol se pone. El sol los enfrentó valientemente pero fue herido por una lanza envenenada y todo se tiñó de rojo alrededor. De ahí el crepúsculo. Durante años, el sol no había vuelto a salir y los habitantes de varios pueblos, como si esa fuera su condena por no haber sabido defender al sol, se habían quedado a oscuras. Siempre mirando al mar, los ojos fijos en el lugar de la caída. Hasta que alguien, el tío no sabía decir quién, y no quería mentir, pero alguien que él suponía podía ser un niño, o una niña, había mirado en otra dirección y sólo ahí el sol se levantó.

Cerró los ojos. El homenaje estaría por empezar. En algún lugar, la foto de Cecilia. Recordó los dichos de aquella mujer de rostro bondadoso. Yo no quiero encontrarla. No así como la encuentran. Y sintió rabia. Mucha rabia. Por esa muerte que se robaba todo, que día tras día se robaba todo, y de la vida de Cecilia no quedaba más nada sino una foto, y el rostro de ellos, el rostro de los asesinos, lo que ellos hicieron, como si aquello fuera una gran obra, digna de ser conmemorada, nunca la obra de Cecilia y de sus compañeros, y de los compañeros de los compañeros, nunca se trataba de honrar tanto esfuerzo, incluyendo el esfuerzo de los vecinos que habían preparado el homenaje, todas esas familias aun de pie porque tanta injusticia, porque no hay que acostumbrarse a tanta injusticia.

Pero de eso no se hablaba. O poco. Y ella se preguntaba, a veces, si no había en ese poco hablar, en ese desconocer esfuerzo, y lucha, y vida, otra forma de olvido. ¿Otro tipo de injusticia? ¿Algo que tampoco se podía perdonar?

De pronto advirtió que no estaba sola frente a la pared y las flores. Ahí estaba el niño. Calladito y sentado a su lado. El hijo de la vecina Belén que quería ir al homenaje y no tenía con quien dejarlo. Ella se había ofrecido. Para tener una razón. Una oportunidad –ella también– de quedarse callada. Por no saber explicar los pensamientos que le daban vueltas. Otro día lo haría. Otro día lo lograría. Le hizo un cariño al niño y lo sentó en sus rodillas. Cuando el sol desaparece, había dicho el tío, tú tienes que dar la espalda al mar. Y el sol aparecerá por ahí. O por allá. Mira bien. Por donde menos lo esperas. 

 

Ana