martes, 10 de abril de 2018

El viejo Cecco


En el sagrado silencio, sale el sol, y desde las piedras de la isla se alza hacia el cielo una niebla gris azulenca, impregnada del dulce aroma de las doradas flores de la retama.
La isla, en medio de la oscura llanura de las aguas dormidas, bajo la pálida cúpula del cielo, se asemeja a un altar de holocaustos al dios-sol.
Acaban de apagarse las estrellas, pero aun brilla la blanca Venus, hundiéndose solitaria en la fría altura del turbio cielo, sobre la transparente cadena de los cirros; las nubes, cubiertas de un leve tinte rosáceo, se consumen lentamente al fuego del primer rayo del sol, y en la serena superficie del mar sus reflejos son como madreperlas surgidas de la profundidad azul de las aguas.
Se yerguen al encuentro del sol las hierbas y los pétalos de las flores, combadas por la plata del rocío, cuyas claras gotas, colgantes en los extremos de los tallos, engruesan, se desprenden y caen sobre la tierra, sudorosa en su cálido sueño. Se quisiera oír su suave tintineo al caer, lástima que no se oiga.
Los pájaros se han despertado; revolotean entre el follaje de los olivos, cantan, mientras de abajo ascienden a la montaña los profundos suspiros del mar, al que el sol ha sacado de su sueño.
Y sin embargo, reina la calma, los hombres no se han despertado aun. En la lozanía del amanecer, los aromas de las hierbas y las flores son más nítidos que los sonidos.
Por la puerta de una casita blanca, inundada por las parras como una barca por las verdes olas del mar, sale a recibir al sol el anciano Ettore Cecco, hombre solo, huraño, con largos brazos de orangután, calva cabeza de sabio y cara tan arrugada por los años que entre sus fláccidos pliegues casi no se ven los ojos.
Luego de llevarse con lentitud a la frente la mano negra y velluda, mira al arrebolado cielo; después, en derredor, y ante él, sobre la piedra gris lilácea de la isla, se despliega anchurosa, con cambiantes reflejos, toda una gama de esmeralda y de oro, refulgen las flores, rosáceas, amarillas, rojas; el oscuro rostro del viejo se estremece en contenida risilla bondadosa, e inclina afirmativo la cabeza, redonda, pesada.
Está en pie, un poco encorvada la espalda, muy abiertas las piernas, como si sostuviera un gran peso, mientras a su alrededor, cada vez más alegre, retoza el joven día, brilla más intensamente el verde follaje de los parrales y gorjean con más fuerza los pinzones reales y los pardillos; entre las zarzas, las clemátides y las matas de euforbio, cantan las codornices; en algún lugar silba un mirlo, negro, despreocupado y pinturero como un napolitano.
El viejo Cecco alza sobre la cabeza los largos brazos cansados, los extiende y se estira, igual que si se dispusiera a volar allá abajo, al mar tranquilo como el vino en un cáliz.
Desentumecidos los viejos huesos, se sienta lentamente sobre una piedra, junto a la puerta, saca del bolsillo de la chaqueta una tarjeta postal, la aparta lo más posible de los ojos, los entorna y la contempla moviendo los labios en silencio. Su cara grande, no rasurada hace tiempo, que parece de plata, se ilumina con una nueva sonrisa; en ella se aúnan extrañamente el amor, la tristeza y el orgullo.
Ante él, en el trozo de cartón, aparecen las imágenes, en color azul, de dos muchachos, anchos de pecho, que están sentados juntos, hombro con hombro, y sonríen alegremente; tienen el pelo ensortijado y la cabeza grande, lo mismo que el viejo Cecco, y sobre ellos, con caracteres gruesos y claros hay impreso:

“Arturo y Enrico Cecco
dos nobles luchadores por los intereses de su clase. Organizaron a 25.000 obreros textiles, cuyo salario era de 6 dólares a la semana, y por ello han sido encarcelados.
¡Vivan los luchadores por la justicia social!”

El viejo Cecco es analfabeto, y además la inscripción está hecha en lengua extranjera, pero él sabe que dice precisamente eso, cada palabra le es conocida y grita, canta al viento como un clarín de cobre.
Esta postal azul le ha producido al viejo muchas zozobras y preocupaciones; la recibió hace unos dos meses, e inmediatamente, su instinto de padre le advirtió que el asunto no era bueno, pues los retratos de los pobres tan sólo se publican cuando éstos han cometido algún delito.
Aunque Cecco guardó el trozo de cartón en el bolsillo, la postal aquella oprimía su corazón como una losa, cada día más pesada. Más de una vez sintió deseos de enseñársela al sacerdote, mas su larga experiencia de la vida le había convencido de que la gente tenía razón cuando sentenciaba: “Puede que el cura le diga a Dios la verdad acerca de la gente, pero la gente nunca se la dice”.
Al primero que preguntó, sobre el misterioso contenido de la postal, fue a un pintor pelirrojo, un muchacho extranjero alto y delgado que venía con gran frecuencia a casa de Cecco y, después de colocar cómodamente el caballete, se tumbaba a dormir junto a él ocultando la cabeza en el rectángulo de sombra del cuadro empezado.
Signore –le preguntó al pintor–, ¿qué han hecho estos mozos?
El pintor miró los rostros alegres de los hijos del viejo y repuso:
–Seguramente algo gracioso…
–¿Y qué se dice ahí de ellos?
–Esto está escrito en inglés. Y esa lengua, aparte de los ingleses, no la entiende más que Dios, y también mi mujer, si es que no miente en este caso. Pues en todos los demás nunca dice la verdad…
El pintor era locuaz como un pardillo y, por lo visto, no podía hablar de nada en serio. El viejo se apartó sombrío de él, y al día siguiente fue a ver a la mujer del artista, una signora gorda; la encontró en el jardín, donde, envuelta en un amplio vestido blanco, transparente, yacía en una hamaca, derritiéndose del calor y mirando enojada el cielo azul con sus ojos también azules.
–A estos hombres los han encerrado en la cárcel –chapurreó.
Al viejo le temblaron las piernas, como si toda la isla se hubiera tambaleado del golpe aquel; sin embargo, supo encontrar fuerzas para inquirir:
–¿Han robado o han matado?
–¡Oh, no! Simplemente, son socialistas.
–¿Y qué es eso de socialistas?
–Eso es política –dijo la signora con voz desfallecida, y cerró los ojos.
Cecco sabía que los extranjeros son la gente más torpe –más tontos que los calabreses–, pero como quería conocer la verdad acerca de sus hijos, permaneció largo rato en pie, al lado de la signora, esperando a que abriera los grandes ojos perezosos. Cuando al fin lo hizo, le preguntó, hincando el dedo en la tarjeta:
–¿Esto es honrado?
–No lo sé – contestó ella con enojo–. Ya he dicho que eso es política, ¿entiendes?
No, no lo entendía: la política la hacían en Roma los ministros y los ricos, para aumentar los impuestos sobre los pobres. Mientras que sus hijos vivían en América, eran obreros y buenos muchachos, ¿para qué necesitaban ellos hacer política?
Pasó toda la noche con el retrato de sus hijos entre las manos, que, a la luz de la luna, parecía negro y despertaba pensamientos aún más sombríos. Por la mañana, decidió ir a preguntar al sacerdote; éste, negro, ensotanado, le dijo conciso y severo:
–Los socialistas son gente que niega la voluntad de Dios. Debe bastarte con saber eso.
Y agregó, con mayor severidad, en pos del viejo:
–¡Es una vergüenza que, a tus años, te intereses por semejantes cosas!
“Menos mal que no le he enseñado el retrato”, pensó Cecco.
Pasaron unos tres días más, y fue a ver al peluquero, un botarate elegantón. De este muchacho, fuerte como un burro joven, se decía que, por dinero, consolaba a las americanas viejas que, a pretexto de deleitarse con la belleza del mar, venían realmente en busca de aventuras amorosas con los mozos pobres de la isla.
–¡Dios mío! –exclamó el necio, después de leer la inscripción, y sus mejillas enrojecieron de júbilo–. Estos son Arturo y Enrico, ¡mis amigos! ¡Oh, felicito con toda mi alma a usted, Ettore, que es su padre, y a mí mismo! Pues ya tengo dos paisanos famosos, ¿cómo no enorgullecerse?
–No te vayas de la lengua –le advirtió el viejo.
Y el peluquero, agitando las manos, gritó:
–¡Eso está muy bien!
–¿Qué se dice de ellos?
–Yo no puedo leerlo, pero estoy seguro de que ahí se dice la verdad. Los pobres tienen que ser grandes héroes para que, al fin, ¡se diga la verdad acerca de ellos!
–Punto en boca, te lo ruego –dijo Cecco, y se fue, acompañado del furioso golpeteo de sus zuecos sobre las piedras de la calle.
Se dirigió a casa de un signor ruso, el cual, según contaban, era una persona buena y honrada. Llegó, tomó asiento junto al lecho donde aquél moría lentamente y le preguntó:
–¿Qué se dice aquí de estos hombres?
Entornando los ojos, descoloridos por la enfermedad y la tristeza, el ruso leyó con voz débil la inscripción de la postal y sonrió dulcemente al viejo; éste le dijo:
Signore, como usted ve, soy ya muy viejo y pronto compareceré ante mi Dios. Cuando la Madonna me pregunte qué he hecho yo de mis hijos, yo le debo contar la verdad, con detalle. Estos que están aquí, en la fotografía, son mis hijos, pero yo no comprendo qué es lo que han hecho ni por qué están en la cárcel.
Entonces el ruso, con mucha seriedad y sencillez, le aconsejó:
–Dígale a la Madonna que sus hijos han comprendido bien el principal mandato del hijo de ella: aman al prójimo con un amor vivo…
La mentira no se puede decir con sencillez, requiere palabras altisonantes y que se la revista de muchas galanuras; por ello, el viejo creyó al ruso y estrechó con fuerza aquella mano pequeña, que no conocía el trabajo.
–Por consiguiente, ¿la cárcel no es ninguna deshonra para ellos?
–No –contestó el ruso–. Pues ya sabe usted que a los ricos solamente los meten en la cárcel cuando hacen demasiado mal y no saben ocultarlo, mientras que los pobres van a parar a la cárcel en cuanto quieren un poco de bien. ¡Y le diré que es usted un padre feliz!
Con su débil vocecita, estuvo largo rato hablándole al viejo de lo que habían emprendido en la tierra sus hombres honrados, de cómo querían vencer a la miseria, a la necedad y a todo lo espantoso y malo que la necedad y la miseria engendran…
El sol brilla en el cielo, como una ígnea flor, esparciendo el polvillo de oro de sus rayos sobre el lomo de las rocas grises, y por cada grieta de las piedras, asoma, al encuentro del sol, tendiéndose como ansia hacia él, todo lo vivo: hierbas de esmeralda, flores azules como el cielo. Las áureas chispas de la luz del sol se encienden y se apagan en las gruesas gotas del cristalino rocío.
El viejo observa cómo, a su alrededor, todo respira la luz, absorbe su fuerza viva, el diligente revoloteo de los pájaros que cantan, construyendo sus nidos; piensa en sus hijos: los muchachos están al otro lado del océano, en la cárcel de una gran ciudad, y eso es malo para su salud, malo, desde luego…
Pero están en la cárcel por haber llegado a ser unos muchachos honrados, como fuera su padre toda la vida, y esto es buena cosa para ellos y para el alma de él.
Y el rostro broncíneo del viejo parece diluirse en una sonrisa de orgullo.
–La tierra es rica, la gente pobre, el sol bueno, el hombre malo. Toda la vida yo he pensado esto y, aunque no se lo decía, ellos comprendían los pensamientos de su padre. Seis dólares a la semana, ¡oh, eso son cuarenta liras! Pero a ellos les pareció que era poco, y veinticinco mil como ellos estuvieron de acuerdo con mis hijos en que esto es poco para el hombre que quiere vivir bien…
Está convencido de que en sus hijos prendieron y crecieron los pensamientos que él guardara ocultos en su corazón, y se enorgullece mucho de ello, pero sabedor de lo poco que la gente cree en los cuentos que ella misma forja cada día, calla.
Sólo de vez en cuando, su viejo corazón, de gran cabida, se colma de pensamientos sobre el futuro de sus hijos, y entonces el viejo Cecco, endereza la espalda laboriosa, saca el pecho y, poniendo en tensión sus últimas fuerzas, grita con ronca voz, al mar, a la lejanía, allá donde se encuentran sus hijos:
–¡Valo-or!
Y el sol ríe, alzándose cada vez más sobre el agua espesa y suave del mar, mientras la gente contesta al viejo, desde los viñedos:
–¡Oi-i!...

Máximo Gorki



Cuentos de Italia
Buenos Aires, Juárez editor, 1969. Traducido del ruso por A. Herraiz, pp. 181-189