viernes, 11 de mayo de 2018

Desde que era un viejito “así de chiquitito”


Hoy recibimos en casa a la arquitecta Victoria y al carpintero Vidoje, esta vez en plan de trabajo. Bah, igual que la vez anterior, pero con menos charla porque había “obligaciones contraídas” y horarios que cumplir. Es un placer verlos, o tan siquiera escucharlos trabajar juntos: es como si pelearan jugando, o jugaran peleando, pero en realidad están creando a dúo. Vidoje es un encanto: nos dice que es judío, y le creemos; pero si nos dijera que es musulmán, también le creeríamos.

Claro, después nos enteramos que ha sido actor. No sólo ha representado papeles, sino que inclusive se atrevió al montaje de obras y de ese modo, confiesa travieso, se quedaba con los mejores personajes. Eso nos lo contó la visita pasada, pero hoy agregó que a veces le hacían encarnar figuras que estaban por encima de su edad. Cuestión de “physique du rôle”, por parecer más viejo que sus años, aún siendo un joven que estaba lejos de ser un hombre mayor.

Así, en dos pinceladas y en el breve lapso de un café en pocillo y “al paso”, la cosa se pone buena y da pena despedirse de ambos, la joven arquitecta y el carpintero joven que alguna vez fue un señor más grande sobre las tablas de algunos escenarios porteños. Me gusta mucho el modo en que esta joven recepciona y aloja la memoria de este señor tan singular, y también la ternura de este hombre sabio que jovialmente trabaja, sonríe, rememora, se franquea y es compinche de la muchacha.     

Luego, agarran los bártulos y casi riñen por ellos en una amable disputa por evitarle al otro la sobrecarga de peso, y hay una rápida despedida con sabor a pronto retorno. Pasan las horas, pero persiste el recuerdo y se me ocurren varias cosas. Algunas las descarto, como la canción “Monólogo”, de Silvio, esa donde dice: “Fui un actor famoso, siempre andaba viajando. Aquí traigo una foto actuando. Me recordaron tiempos de sueños e ilusiones”. En Vidoje no hay rastros de melancolía.  

Pienso más bien en Mauricio Kartun cuando habla del “tiempo sagrado”, ese “tiempo suspendido” en el que entramos cuando dejamos atrás el imperativo de ser “productivos” y nos permitimos el ocio, la lectura, la poesía, el baile, el canto o la charla entre amigos que, a veces –así de milagrosa puede ser “la cuestión”-, reúne más de uno de estos ítems en un mismo espacio, bajo un mismo techo diría tal vez la arquitecta, o cobijados por un mismo encanto, acaso diría el actor.

Lo último es mi propio recuerdo de cuando era un viejito “así de chiquitito”, porque la edad no tiene nada que ver con los años, y uno a veces viene con memorias del futuro y remembranzas de un pasado que nunca conoció. Pero esas son otras historias, y es mejor que las deje por si algún día me nace hablarles de cuando me llamaban “El Abuelo”.

Carlos Semorile