lunes, 28 de mayo de 2018

Una lágrima


Estoy en un bar. Una pizzería, para ser exactos. Me preparo a leer un cuento. El mozo se acerca, saluda, pregunta qué me voy a servir:
–Una lágrima, por favor.
Aunque de vez en cuando voy a esta pizzería, no lo hago de manera tan frecuente como para tener a los mozos como amigos.  El mozo parpadea.
Aguardo. Me lo quedo mirando. El mozo vuelve a parpadear. Son dos segundos pero recién ahí entiendo. El mozo hace como que llora, me está ofreciendo una lágrima, una de esas lágrimas que caen de los ojos (y no la bebida que, en Buenos Aires, consiste en leche caliente con una gota de café, especial para las personas que no pueden tomar café después de ciertas horas…). Me da risa. Me da risa en serio, cosa poco frecuente. El mozo se ríe también.
–¿Vio? Hoy era un día para reír.
Saco mi libro, mi cuaderno, mis anteojos, y leo. Leo un texto hermoso, luego otro texto hermoso, y otro, y otro más. Son cuentos llenos de bondad, de lucidez. Cuentos como uno quisiera que fuera el mundo. Cuentos sabios. Cuentos tiernos. Cuentos parecidos a la gente que uno conoce. Cuentos… igualitos a los suspiros que uno deja caer, a veces, cuando se pregunta si tal cosa será o no será posible. (Cuentos que hablan de dragones que se distinguen de otros seres porque todo lo que sueñan se vuelve realidad). Termino de leer. Han pasado unos cuarenta minutos. Pido la cuenta. El mozo la trae. Pago. Y cuando el mozo está por retirarse, me dice:
–Pero lo que más le deseo, es que mañana tenga un buen día.
Así no más, y no es nada inventado. La pura realidad.

Cándida