lunes, 11 de junio de 2018

Cómo nacen los sueños




Por siempre seguirá siendo un misterio... 

A cuento de nada, de pronto, un camino de tierra, en un pueblo al que se llega por primera vez, y simplemente porque hacía falta comprar alguna cosa (¿una leche? ¿Unas galletitas?), uno se encuentra con ella. La señora que vende... y que ya tiene sus años, tan parecida en su forma de ser a otra persona que uno conoció tiempo atrás. ¿Será que uno siempre ama en doble? ¿Ama al que está y una reminiscencia? Porque según dijeron...  aunque pareciera que algo en ella debería espantar... como se espanta a las moscas… sucede que uno (la mosca) se quiere quedar... 

Las palabras fluyen. Y por eso, uno vuelve. Y después de la partida, algunos meses más tarde, uno vuelve otra vez, y así, sucesivamente, hasta que pasan los años e incluso ocurre –un verano– que se nos da por jugar.

Me doy cuenta de que todos los días, a la tardecita, ella saca una silla frente al camino y observa la caída del sol. (Solo conozco a una persona que hace lo mismo pero no es de carne y hueso… a causa de esa otra persona, yo tuve también esa costumbre, hace mucho, en una casa imperfecta que sin embargo nos regalaba la caída del sol). Por eso también estoy tan a gusto cuando la acompaño a ella y se nos da por charlar adentro, o por charlar afuera, y es como si yo también le recordara a alguien. Lo cierto es que de tanto charlar, un día me cuenta que tiene un libro. Es una novela... Histórica... A veces la lee. “Me gusta, tanto, hija...”. 

Me siento agradecida cuando me llama así. Lo único que lamento es no haber escrito yo ese libro. Y así es cómo me nace el sueño, el sueño imposible de hacer un libro que ella quisiera leer. 

Pero no cualquiera… No cualquiera… al menos de ser la reencarnación de… vaya uno a saber… 

(El libro de Juana es un libro sin tapa).


Cándida