lunes, 18 de junio de 2018

Lentitud


Los musulmanes usan a menudo un dicho: “la gente apurada es gente muerta”. En realidad, más que un dicho, es una sentencia que repiten –con cierto desdén- a los occidentales que visitan los países árabes y que reclaman porque todo demora más de lo que tenían presupuestado. 

A diario, me voy al trabajo caminando. Cruzo la Plaza de Armas y dos calles peatonales. Pero entre medio, me toca pasar por un par de arterias bastante transitadas. La gente tiende ahí a aprovechar, cuando no se ve automóvil alguno a varios metros, de atravesar corriendo aunque el semáforo esté para uno en rojo. A veces yo también lo hago, pero otras veces espero tranquilamente que se me dé la luz verde. Hoy, a mi regreso a casa, cuando estaba justo en la esquina de Ahumada con Compañía, resultó que estaba en rojo y tenía para rato. No venía nada por la pista, pero yo estaba algo cansada, así que decidí esperar. Como faltaba bastante, se me ocurrió mirar hacia la plaza. Y se produjo un momento casi milagroso. El paisaje era una divinidad. Era justo esa hora en que todavía está de día, pero el alumbrado público está encendido como si fuera de noche. Los árboles, los edificios –la Catedral, el Correo, la Municipalidad-, destacaban del cielo como esos libros infantiles que traen figuras recortadas que se despliegan en cada página y forman una suerte de maqueta. Fue tal la conmoción que cuando volví a la realidad, ya podía seguir andando y eso hice, algo melancólica porque ese atardecer quedaba atrás. 

Recordé que a mediados de los 90´, había leído una novela de Milan Kundera: “La lentitud”. Comienza con una pareja que viaja en automóvil para pasar una velada placentera en un castillo transformado en hotel. Uno de esos tantos castillos transformados en hotel que existen en Europa. La carretera, la velocidad, la imprudencia de los conductores, comienzan a generar en el protagonista una serie de preguntas acerca del aceleramiento de la vida. Por el espejo retrovisor observa otro vehículo que lleva rato intentando pasarlo desesperadamente. Transporta a un hombre (al volante) y a una mujer. Se pregunta entonces por qué el tipo no aprovecha ese recorrido para contarle a ella algo divertido. Por qué no coloca su mano sobre su rodilla, en lugar de ambos obsesionarse –amargados, fastidiados- con el conductor que va adelante. Se pregunta por qué “desapareció el placer de la lentitud”. Adónde se fueron los “vagos de antaño, los héroes holgazanes de las canciones populares.” Recuerda un proverbio checo que explica que el ocioso no se aburre porque está contemplando las ventanas de Dios. Es feliz. Así como dichoso es el hombre islámico que no tiene prisa. 

De un modo u otro, muchas personas hoy en día quieren hacer algo para que el mundo sea un lugar mejor. No tienen muy claro cómo. Sienten que están solas. Que el entorno entero es demasiado adverso. Sin embargo, desean hacer algo, aunque sea mínimo. Tengo una amiga dedicada a rescatar gatos. Otra, que ha tomado como una cruzada el lema de “Cero basura”. Tan en serio que fabrica su propia pasta de dientes con elementos naturales y reutilizables. Ambas motivaciones me interpretan, aunque las apoyo con suma pasividad. Pero hoy se me ocurrió que quizás existía una vía para mí de ser de algún modo insurrecta: ir lento. No es una idea genial ni innovadora. De hecho, un famoso chef propuso –y vende- hace ya algunos años el concepto de slow food para contrarrestar la tan nociva nutricionalmente fast food. Pero yo no quiero hacer ningún negocio rentable ni menos pretendo generar una revolución. Sólo quiero que muchos agobios –impuestos, triviales, despiadados- se hagan a un lado y que no entorpezcan lo que realmente me importa: maravillarse con la vida cada día. 


Valeria Matus