viernes, 20 de julio de 2018

Las pequeñas cosas


Hace un par de años, estuve en la agobiante tarea de buscar un departamento para arrendar. Destaco agobiante porque me tomó varios meses de frustrantes recorridos. Tenía cierta claridad de lo que quería, de los puntos en los que estaba dispuesta a ceder y los que no. Así, finalmente llegué al lugar donde resido ahora. En la primera y única visita, observé varios aspectos que me eran relevantes y, en términos generales, el lugar cumplía con lo que requería. Sin embargo, decidir firmar un contrato que no podía ser menor a un año no es una resolución tan fácil de asumir y estaba algo dubitativa. De pronto, miré las pantallas de las luces instaladas sobre el mesón de la cocina y ¡eran de mi color favorito!: naranjo. En ese minuto, sentí que ya no había nada más que pensar. Ahí quería instalarme.

Si bien eran varios los puntos favorables para concretar el alquiler, estoy convencida de que ese último detalle fue el detonador definitivo. Una vez que me imaginé tomando desayuno ahí, ya no había vuelta atrás. Y hoy, justamente con mi café de la mañana, las miré y me pregunté sobre cómo las pequeñas cosas de pronto son las que nos conducen a las decisiones grandes: qué estudiar, dónde y en qué trabajar, casarse, tener hijos, no tenerlos, tener gato. Hay muchos eventos en la vida que uno considera y reconsidera durante horas, durante días. Y otros, que ocurren luego de una ilusión de un segundo que nos ilumina por completo. Un delirio tan pequeño e insignificante que uno ni siquiera se atreve a contarlo, pues sería motivo de mofa. “¡Miren que quedarse con un departamento porque la lámpara era naranja!” Suena mucho más sensato explicar: “Lo que me gustó fue el espacio para instalar la lavadora.” 

Estas simples cosas son lo que da real razón de ser a nuestra vida. Son las que provienen de nuestro ser más íntimo. Cuando vamos a comer a algún lado, no pensamos en que tenemos que alimentarnos. Leemos el menú, observamos el entorno, si la decoración nos sugiere algo, si nos insinúa un momento de regocijo que queremos vivir. Quizás nos recuerda una escena de película que nos marcó y sentarnos en una de esas mesas nos hace sentir que somos ese protagonista con el cual compartíamos las mismas interrogantes, o la misma soledad, o la misma esperanza. Y así ocurren empecinamientos tan intolerables para los padres como el adolescente que no quiere botar su polera vieja, aun cuando tiene el ropero lleno de nuevas. No se la saca nunca. No le importa cuán deslucida y desteñida esté. La usó para ese concierto que tanto había esperado y en esa fiesta en la que conoció a esa chica tan especial. En esa polera, es él en plenitud. En ella, se reconoce a sí mismo porque en ella vivió sus momentos esenciales.  

Nos movemos más de lo que creemos impulsados por estos inexplicables antojos. La gran mayoría de las veces no nos damos cuenta y la verdad es que debiéramos prestarles más atención; pues nos revelaríamos de manera mucho más armoniosa. Yo estudié una primera carrera que no me gustó. Una opción que tomé después de meses de encontrar muchos argumentos para ello. Años después estudié una segunda carrera. La idea se me ocurrió un día en la tarde y la mañana siguiente estaba inscrita. Y resultó que ésa era mi vocación. Pero no recuerdo en este caso cuál fue la inspiración y lo lamento. Pues si desmenuzáramos más esos absurdos a los que les hacemos caso, quizás resolveríamos muchas de nuestras incógnitas y descubriríamos que todo era más fácil, que el dolor no había sido tanto. ¿Acaso alguien recuerda su primera vacuna si después lo llevaron a comer un pastel?



Valeria Matus