miércoles, 4 de noviembre de 2020

"La Negra" Maestre


Mónica, Moni o también “La Negra”, tuvo uno de esos corazones generosos y abiertos que siempre dejan espacio para los que se vayan sumando. Digna hija de su madre, supo cobijar a las personalidades más disímiles y contradictorias, porque su sentido de la solidaridad se había fraguado en el seno de una familia sancionada por haber querido trascender los límites de lo pautado por una sociedad desigual. 

Rebelde desde niña, se había comido todos los castigos que las monjas tenían para domesticar a las pupilas indóciles, pero que en ella no hicieron más que reafirmar su soberana vocación libertaria.

Amaba a los distintos, a los singulares y raros que nunca calzan en las cuadrículas preestablecidas del organigrama bienpensante, acaso porque ella misma no cuadraba en ningún esquema arbitrario. Siendo muy joven, tuvo un gran amor. Con Coco anhelaban un futuro nada convencional, viviendo en una casa rodante, trabajando sólo lo necesario, y sin ataduras materiales. Su hermano Juan Pablo le dijo por qué le veía futuro a esta pareja: “Vos estás loca, y él también está loco”.

La temprana muerte de Coco desbarató sus planes, pero no impidió que perdurara su afición a soñar. Soñó mucho y quiso mucho, pero no para sí –que eso lo hace casi cualquiera- sino para los demás: su madre, sus hermanas y hermanos, sus sobrinas y sobrinos, sus amigos y amigas, sus compañeros y compañeras de militancia. Para estos era “La Negra”, responsable de un grupo de pibes de la JP a quienes contagiaba su entusiasmo, sin exponerlos jamás a ningún delirio. 

Tenía, como dice la canción, “la pupila insomne”, siempre alerta a las necesidades de los otros, pendiente de poder mitigar faltas, ausencias y dolores. Para algunas de sus sobrinas y sobrinos hizo de madre, e inclusive de padre, pero además nos puso en la senda de la historia, contándonos cómo habían sido las cosas que no llegamos a ver: las miserias y canalladas de algunos, el humanismo de otros. La complejidad de vivir, mirando sin juzgar para poder comprender.

Estuvo, estuvo siempre, y es que para ella no era cuento aquello de que “donde hay una necesidad, nace un derecho”. No hablamos sólo de acciones reparadoras en el plano social –que las tuvo-, sino del derecho a la alegría, al buen morfi y al buen vino, a tender la mesa y recibir a sus distintas tribus (nos enseñó, también, cuánto placer deviene de la mixtura), a conversar los temas hasta el hueso, envueltos en la bruma de los ensueños y en la tierna calidez de su fraternidad ampliada.

Llevaba, como marca en el orillo, la alta bohemia de ya sabemos quien. Y, tan indeleble como aquélla, una extrema piedad manyada por vía materna, y cultivada con paciencia y amor. Por encima de cualquier otra cosa, hubiera querido legarnos al menos un poco de esa piedad suya. Para que el camino sea más llevadero, y se la pongamos fácil a quienes amamos. Quién te dice, Moni, acaso lo logremos. El privilegio de haberte conocido es tan grande como la desdicha de ya no tenerte.

 

Carlos Semorile