domingo, 15 de julio de 2012

Archipiélagos



En 1934, Ricardo Rojas estuvo durante cinco meses en la Isla Grande de Tierra del Fuego en calidad de preso político. En aquel confinamiento escribió una serie de artículos sobre aquella comarca que, en su americanismo, él prefería llamar “Onaisín”. De su estadía en el sur, Rojas hizo, como siempre, un llamamiento para volver argentino lo argentino (“De nada vale declamar contra las infiltraciones extranjeras, más o menos imperialistas, si los argentinos descuidamos nuestro deber”), y ese fervor nacional es lo que puede leerse en las páginas de “Archipiélago”. El libro conoció un par de ediciones en vida del autor, y luego vivió un letargo de callados anaqueles de donde lo rescató la interesada mirada de Federico Gargiulo, alma mater de la editorial Südpol. La nueva edición se presentó el viernes pasado en la Biblioteca Nacional, bajo el amoroso resguardo de los trabajadores de la Casa Museo de Ricardo Rojas, un colectivo de mujeres y hombres que obran el milagro de mantener funcionando un museo que, desde hace años, mantiene sus puertas cerradas al público.

Desde que los conozco, puedo asegurar que no han cesado de peticionar y de gestionar para evitar el colapso de la que fuera la casona de Rojas, un solar de exquisito diseño acechado por derrumbes, humedades y otros imponderables que constantemente ponen en peligro el patrimonio que ella conserva. Cual metáfora del conjunto de nuestra vida cultural, se desconoce todo lo que “la casa” atesora  y que aún no ha podido ser inventariado en su totalidad. El Museo sobrevive en un limbo de desidias parecido al que se retrata en “Archipiélago”, desenvolviéndose por sus propios medios, lo que equivale a decir que descansa en la energía que le insuflan las voluntades de sus trabajadoras y trabajadores. No está nada mal ese amor, tan parecido por otra parte al que todos los hacedores culturales derraman en cada proyecto que llevan adelante, dejando en ellos alma y vida. Pero tampoco está mal decir que el Estado tiene obligaciones y que, si las descuida, “de nada vale declamar contra las infiltraciones extranjeras, más o menos imperialistas”. Para ser más preciso: a todos nos persigue una conocida frustración, la de percibir que nuestras tradiciones culturales no son honradas plenamente.

Los isleros de la Casa de Ricardo Rojas siguen dando el ejemplo, juntándose en sus casas a falta del Museo, reeditando una obra y preparando otras. Ricardo Rojas no es una pluma menor de nuestras letras, y aunque tardíamente se haya colocado a la derecha de sí mismo, sus páginas nacionales no deberían andar como islotes a la deriva, desintegradas del continente del Pensamiento Nacional.


Carlos Semorile