lunes, 30 de julio de 2012

Una mirada que alumbra

Fotografía: gentileza de Fernando García Delgado


Le pido muy especialmente al lector que antes de leer… mire. Que mire atentamente la foto que le estamos presentando. Luego que piense, que reflexione, que busque en el bosque espeso de sus recuerdos. ¿Ha visto este objeto antes? ¿Lo reconoce? ¿Qué cosa es?

La escena que voy a contar sucedió hace unos días en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. El dueño de casa –de una casa en la que estábamos de visita– nos mostró esta maquinita y nos tuvo a los presentes bien ocupados tratando de determinar de qué se trataba. Alguno dijo que probablemente había servido para armar cigarrillos. Otro que servía para cortar boletos. Una voz femenina sugirió que podía ser una suerte de sello. Y así, uno tras otro, cada cual iba arrojando su idea, mientras el dueño de casa sacudía la cabeza, diciendo que no, que no era ni esto ni lo otro. En realidad, él tampoco sabía para qué servía pero ninguna de las versiones lo convencía. No recuerdo ahora cómo fue que la máquina había llegado a sus manos. Unas manos grandotas. Unas manos como sólo he visto en la provincia de Buenos Aires pero sé que las hay también en otros pagos. Unas manos que cuentan historias, esfuerzos, trabajo, hazañas y que, a veces, ofrecen misterios, de la misma manera en que se ofrece un mate. Generosamente. Armando una ronda.

No deja de ser asombroso que tan pocos años (¿o será que fueron muchos?) después de inventada ya no podamos decir con seguridad para qué servía una máquina como la de la foto. ¿Quiénes la usaban? ¿Qué tipo de hombres o mujeres? ¿Para hacer qué? ¿En qué circunstancias? ¿Y cómo era la vida alrededor de esa máquina? ¿Dónde la guardaban? ¿Con qué otros objetos? Me gustaría tener las respuestas. Pero mucho más me gustaría saber en qué piensa el dueño de casa cuando mira esta máquina, cuando la guarda, cuando se la presenta a los invitados con una sonrisa pícara y una mirada que alumbra.


Cándida


PS. El dueño de casa tiene nombre y apellido. Pero tiene tanto nombre y tanto apellido que me acobardo y lo callo (en esta ocasión).