martes, 31 de julio de 2012

Un acto de libertad


Una amiga del secundario me cuenta que los actuales moradores de nuestro Nacional de Vicente López se proponen relevar historias cotidianas del colegio durante la época de la Dictadura. Parece, entonces, que el pasado siempre acecha y que es tarea del presente conjurarlo, darle un orden, hacer un relato. Es lo que sigue a continuación: la narración de un dolor antiguo y un homenaje a quien no supimos, no pudimos, o no quisieron –otros no quisieron– prestarle una mínima esperanza en el porvenir.


Creo que estábamos en tercer año, o sea 1978. A la profesora de literatura ya la conocíamos del curso anterior: buena mina, genuina vocación docente, enamorada de algunos autores que, misterios de la currícula castrense, nos dejaban leer. Hablo de “Relato de un náufrago”, de García Márquez, que es el folletín de un marino mercante que sobrevive diez días en el mar, sin comida ni bebida, luego de un naufragio de la armada colombiana. El tipo se salva y pasa a ser ídolo nacional: lo condecoran, lo besan las reinas de la belleza y, si mal no recuerdo, hasta le dan casa y dinero. Pero en las entregas de su historia, que Gabo va escribiendo y publicando, salta que el buque naufragó porque llevaba demasiadas toneladas de mercancías de contrabando. Escándalo. Le sacan la casa, la pensión, las reinas ya ni lo miran, y vuelve a su mísera vida de antes, pero peor porque ahora está estigmatizado. Pregunto: ¿cómo nos dejaron leer esto los milicos? ¿Acaso creían que ellos eran tan distintos de los corruptos marinos colombianos? ¿O fue una sutileza de la Blaustein, que logró contrabandear a García Márquez para que al menos tuviésemos una idea de lo que nos estábamos perdiendo?

El año anterior, ahora que lo pienso, también nos puso cara a cara con la historia de la mano del “Martín Fierro”. Un embole, dirán algunos. Pero no. La Blaustein nos paseó con maestría por el poema, y entonces ya no era una épica de tiempos idos y gauchos muertos, sino lo que ha sido y será toda la vida: un alegato de la puta madre que lo parió. Un maravilloso y trágico retrato de las injusticias y los heroísmos argentinos. Revisen nomás los autores que han escrito al respecto: Borges, Martínez Estrada, Jauretche, Hernández Arregui, Carlos Astrada, etcétera. La lista es larga y mi sapiencia es corta. Pero, además, la profe nos tiraba data extra sobre el senador José Hernández, sobre su rol como periodista, sobre sus compromisos. De ahí a descubrir que se opuso a la Guerra de la Triple Alianza había un solo paso. Ella, que por obvias razones no nos podía llevar hasta ese conocimiento, al menos nos señalaba el bondi que nos dejaba en la puerta.

Pero un día no se aguantó más. Llegó distinta, no diría que más enérgica que otras veces porque era una persona dinámica, pero tal vez sí más embalada. Pensándolo ahora, supongo que estaba cabreada, algo la había enojado mucho. La clase comenzó con esa tensión en el ambiente. Éramos tan infantiles que creíamos que el mundo se acababa cuando alguien nos decía “saquen una hoja”. Y sin embargo, ella agarró para otro lado y al rato fue volviendo a su verdadera naturaleza. Se dulcificó. Comenzó a hablarnos como nadie que yo recuerde nos habló en todos esos años. Abrió su corazón y nos dijo que no le gustaba la comunidad en la que todos vivíamos, que la oprimía, que soñaba con una sociedad de iguales, sin hambre ni miseria, sin explotadores ni oprimidos, sin importarle que llevase el nombre de socialista, comunista, o cualquier otro. Mientras hablaba, sus propias palabras la iban emocionando. Es fácil ahora entender por qué: en el medio de la más feroz represión, se estaba permitiendo un acto de libertad. Me parece como si la estuviera viendo, buscándonos la rebeldía en los ojos, tratando de encender los espíritus que se mantenían apagados como fuegos del cuaternario. Ella vibraba y nosotros, sus alumnos, callábamos. Con ese silencio cobarde le estábamos diciendo que su sueño nos era ajeno, desconocido y peligroso. La vimos apagarse. El clima se enfrío de nuevo, desapareció la dulzura, y en un último intento nos preguntó directamente si no nos gustaría vivir en una sociedad diferente. Le contestamos con el miedo. Pero no se dio por vencida: “¿En serio ninguno de ustedes sueña en vivir en un mundo más justo?” No se alzó ninguna mano. La profesora Blaustein contuvo sus lágrimas, nos dijo que la decepcionábamos, agarró su cartera, y se marchó mucho antes del timbre. Nos dejó solos con nuestro terror, y esta mala conciencia de no haberle agradecido nunca por haber pensado en nosotros y en lo que nos estábamos perdiendo.


Carlos Semorile