Una reseña acerca de un ejecutado
político relata: “Estudió en liceos de
Santiago, La Serena, San Carlos y Chillán. Fue presidente del Centro de Alumnos
del Liceo de esta última ciudad (…)”. Esa frase me produjo una suerte de
visión del pasado. Una remembranza tan vívida que imaginé un establecimiento –que
no conozco– de pasillos anchos, salas altas con murallas blancas y marcos de
ventana color ladrillo. Y circulando en ellos, un chico de unos 15 o 16 años,
con su correspondiente uniforme. Me pregunté, ¿cómo sería la vida de un
muchacho dirigente en los años 60? ¿Cómo transcurrirían sus días en ese lugar
de provincia? En ese tiempo en que las jornadas eran más lentas y las veladas más
quietas. Cuando los grandes eventos juveniles eran juntarse en la plaza o
comprarse un helado de vainilla.
Revisando varias biografías de otros
ejecutados y desaparecidos, muchos iniciaron su actividad política en la
enseñanza media. Varios lo hicieron en liceos industriales, o en regiones, o en
comunas pobres de Santiago. No es difícil imaginar las motivaciones, los
dolores, las esperanzas que hubo tras cada uno de ellos y cómo su compromiso
fue acrecentándose después en el trabajo o en la universidad. Así como
aceptamos la idea que la infancia es una época onírica –imagen mística pues los
niños son perfectamente capaces de constatar lo terrenal– podemos darnos la
licencia de pensar que la adolescencia es lo opuesto: un aterrizaje a la
realidad. Desde luego, también de manera simbólica pues en la pubertad uno se
la puede pasar soñando tanto o más que en la niñez. Pero a diferencia de la
primaria en que el entorno al menos intenta que las cosas ocurran a través de
juegos y fábulas, el liceo nos apura brutalmente a una identidad resistente a
las desarmonías.
En el liceo uno descubre músicas que
seguirá escuchando toda su vida. En esa época se acerca uno a los grandes
autores y a las lecturas que dan inicio a las primeras interrogantes. Es en
esos recreos, trayectos a casa, convivencias colectivas, que se comienza a dar nombre
concreto a las aflicciones: el hambre, las carencias, la consternación, la
violencia. Entonces, se intenta comenzar
a decidir. Qué quiero ser. Qué quiero construir. Qué puedo entregar. Cuáles
serán los márgenes valóricos que regirán mi actuar. En resumidas cuentas, cómo
lograré con mis –limitadas– capacidades el propósito universal de ser feliz y
hacer feliz a los demás.
Valeria Matus