miércoles, 6 de septiembre de 2017

La casa en ruinas




La casa Follert existe en Osorno, así como se ve en la fotografía, desde que tengo uso de razón. Es parte de la memoria visual y afectiva de la ciudad. Es inevitable pasar por ahí sin fantasear acerca de su interior en un periodo esplendoroso, con lámparas de lágrima, una larguísima mesa de comedor y un mobiliario victoriano.

Yo la imaginé siempre con una hermosa sala para clases de piano. Otro salón vacío con piso de parqué y un inmenso espejo para ensayar danza. Alguna habitación luminosa –quizás el torreón- con sillas, atriles y olor a témpera. El segundo piso transformado en biblioteca. Algún rincón –quizás donde hubiera una chimenea- para reunirse a intercambiar técnicas de tejido. Los cimientos de una riqueza personal pasada albergando ahora espacios para aprendizaje y esparcimiento a disposición de una comunidad. 

La propiedad se encuentra hoy deshabitada y presenta una situación legal algo engorrosa: el inmueble pertenece a particulares y el terreno a una empresa. Un contrato complejo que no ha permitido llegar a ninguna resolución. La municipalidad tuvo hace varios años intenciones de comprar con el objeto de instalar ahí un centro cultural de artes y oficios, pero finalmente la iniciativa no pudo concretarse. Y es así como esta magnífica construcción se cae a pedazos en la incertidumbre. 

La ocurrencia de rescatarla para un fin colectivo me inspira a la idea de un universo en el cual niños, jóvenes, trabajadores, pudieran tener acceso a la cultura y la entretención compartidas en una morada querida por todos, que los identifica como ciudadanos de esa localidad en particular. Pero es difícil proyectar cuánto más resistirán vigas y dinteles. Muros manchados, filtraciones, puertas desencajadas, tablas torcidas y el completo deterioro generado por la implacable humedad de ese clima no dan mucha esperanza. Quiero insistir en la ilusión que me provoca la imagen de salvarla para iluminar la jornada de quien cruce su umbral. Que persista el afán que sea y  que el desplome, de algún modo, nunca sea el final de una historia. 

Valeria Matus